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13.08.10

La utopía viaja en tren

Asociar ferrocarriles con el progreso fue el juego preferido de los intelectuales admiradores de la tecnología industrialista del Centenario Argentino. Un siglo más tarde, el tren es sinónimo de estancamiento, de añoranzas por épocas que no volverán aunque también siguen convocando visiones futuristas, desde el realismo de “que al menos funcione” al frustrado tren de alta velocidad a Rosario.
Por Tristán Rodríguez Loredo

Si existe un símbolo del auge y la declinación argentina, ese es el tren. En 1945, el año de su máximo esplendor, el ferrocarril tenía una red de 45.000 kilómetros  de extensión la más extensa de América latina, para ir decayendo de a poco y llegar a los 34.000 que nominalmente declara el Estado Nacional. Pero muchos de ellos son casi intransitables por el desgaste y la no capitalización que por décadas asoló al sistema ferroviario argentino. Hoy su revitalización es casi un lugar común en plataformas y discursos políticos. Hasta una agrupación, Proyecto Sur, presentó una iniciativa para convertir en ley la reconstrucción del sistema ferroviario. Uno es el de la creación del fondo para el desarrollo de la industria ferroviaria argentina (FONAFE) con el objetivo de: “promover la producción nacional de bienes utilizables por el sistema ferroviario, orientar la producción a la exportación, una vez satisfechas las demandas locales y promover el diseño y la ingeniería argentina”. Otro es la creación de la “Empresa Estatal de Ferrocarriles Argentinos Sociedad del Estado” para “gestionar la totalidad de la estructura ferroviaria y el control de circulación”, promover la producción “para el abastecimiento interno y la exportación de material ferroviario” y el de “orientar y desarrollar iniciativas en materia de política ferroviaria”.

El vicepresidente Cobos también se refirió al tema con una carta titulada "Ramal que abre, región que crece". Y finalmente, los diputados de la Coalición Cívica presentaron otro proyecto, el Programa de Modernización de la Infraestructura del Transporte Terrestre (PROMITT) que en el marco de un plan de construcción de una red de 13.300 kilómetros de autopistas libres de peaje se generan fondos estimados en 20.000 millones de dólares para la rehabilitación de los FF.CC. luego de elaborar un plan maestro.

Un poco de historia. El descenso en calidad y cantidad tuvo tres hitos: el primero fue el plan de Frondizi en 1961, en el cual se desactivarían 15.000 kilómetros de vía y desembocó en una huelga general por 42 días, que morigeró el impacto final. En 1976/77 en pleno auge de la revisión de los agujeros negros del gasto, se procedió a una nueva mutilación del sistema para finalmente llegar al último intento por frenar el drenaje de fondos con las privatizaciones parciales de 1991-94. En esa ocasión, Ferrocarriles Argentinos se desmembró en empresas de cargas por ramales, por un lado y en los servicios metropolitanos de pasajeros, que funcionarían con un subsidio explícito del Gobierno Nacional. Las provincias, por su parte, fueron quedándose con algunos ramales puntuales o los servicios de pasajeros que corrían por las vías que debían mantener los concesionarios de cargas.  El más extenso es el de Ferrobaires, que abarca el territorio de la Provincia de Buenos Aires, incluido el jugoso ramal a Mar del Plata, objeto de más de un intento de modernizarlo, privatización y tren bala incluidos.

Asociar ferrocarriles con el progreso fue el juego preferido de los intelectuales admiradores de la tecnología industrialista del Centenario Argentino. Un siglo más tarde, el tren es sinónimo de estancamiento, de añoranzas por épocas que no volverán aunque también siguen convocando visiones futuristas, desde el realismo de “que al menos funcione” al frustrado tren de alta velocidad a Rosario.

En el medio hay anécdotas que delatan con pasmosa claridad cómo el tema del ferrocarril en la Argentina trascendió las fronteras de la racionalidad económica. Por ejemplo, el ramal del ex Ferrocarril Urquiza, que hace Buenos Aires-Posadas, volvió a aceptar formaciones de pasajeros en el 2005. El recorrido, de 1.060 kilómetros de extensión demanda 20 horas siempre y cuando no haya descarrilamientos o desmoronamientos del terraplén, algo usual. Tanto que el maquinista de El Gran Capitán tiene un celular, el 011-15-5425-9598 al cual los pasajeros van llamando para saber cuándo pasará por las estaciones intermedias y así no tener que pasar dos o tres horas de espera en las instalaciones antiguas. Casi más parecido a un tren aventura que a un moderno medio de transporte. Claro, mientras el tren cuesta 65$ en primera clase, el ómnibus cubre dicha ruta en 13horas por un precio tres veces más caro (a julio 2010). Una ecuación difícil de llevar para cualquier empresario. Quizás por eso, la empresa ferroviaria advierte de las posibles demoras, fruto “de la falta de mantenimiento” por parte de la concesionaria ALL que es quien se responsabiliza por el corredor de carga. Un breve recorrido por dicha línea en Entre Ríos por ejemplo, muestra vías casi tapadas por el pasto, estaciones rescatadas del olvido por la ONG Responde, que las convirtió en bibliotecas o centros cívicos.

A diferencia de los trenes de pasajeros, los de carga pueden ir a velocidades bajas sin quejas de los usuarios. Las vías admiten determinado peso por metro de riel a cierta velocidad: cuando esta aumenta, el riel debe ser más fuerte y por lo tanto más caro. También incide la presencia del balastro, ese pedregullo que forma la base sobre la cual se colocan los durmientes y que facilita el drenaje de agua de lluvia. Como una ruta, la vía necesita mantenimiento: lavado y recolocación del balastro, reemplazo de durmientes y remaches. Si se ahorra en este rubro, la factura llega inexorablemente: baja la velocidad máxima, empiezan los problemas de seguridad y el ferrocarril deja de ser el medio más seguro que se conoce hasta ahora.

Iniciativas parlamentarias. Es aquí donde el plan impulsado por el Proyecto Sur (“Tren para todos”) y que en rigor nació hace tres años en una presentación en Rosario y como antítesis al proyecto del denominado “tren bala”, choca contra una realidad ineludible a la velocidad de un expreso. Internacionalmente se calcula que el costo de un kilómetro de vía férrea en llanura es de 1 millón de dólares. La desinversión en la casi totalidad de la extensión de la red argentina hacen que el cálculo sea casi lineal: en función de la extensión que se quiera reemplazar o reparar, será el costo. Esto sin contar una eventual electrificación, señalización, obras civiles en estaciones, puentes, túneles y viaductos o la simple construcción de terraplenes y trincheras para el escurrimiento del agua en épocas que el régimen de lluvias se alteró.

Luego viene el caballito de batalla en los grandes planes de reactivación: la compra de material rodante que, efectivamente, es el más visible. En el país ya no se fabrican locomotoras y los vagones que los talleres locales han entregado con cuentagotas a los esporádicos pedidos son reacondicionamiento más que nuevos. Todavía en las playas de maniobras están los coches que el anterior secretario de Transporte, Ricardo Jaime, importó de Portugal y España y que allí eran material de rezago. Claro, por unos pocos centímetros la trocha no coincide con el muestrario de las utilizadas acá. Un collage de modelos, colores y sistemas que si no fuera porque costaron más de 100 millones de dólares, según el secretario de Transportes y que de los 289 unidades, quedan una centena sin funcionar. La información no es todo lo clara que la magnitud de la transacción exige pero fue un anticipo de la mega operación con China, en donde se involucran acuerdos e inversiones por 10.000 millones de dólares.

La escueta información oficial, la ausencia de una licitación abierta para la provisión de material por esa cifra y la intermediación de un experto en industrias reguladas como Franco Macri, depositan un manto de sospecha en los motivos más profundos para impulsar con tanta ejecutividad esta operación.

Porque en el nombre del tren ya se han cometido muchos dislates.

Tristán Rodríguez Loredo es Director del Consejo Consultivo del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).

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