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30.10.10

La política exterior del Brasil en Derechos Humanos

Hacer alianzas puntuales para cuestionar la distribución de poder actual en el mundo es un objetivo legítimo y oportuno. Sin embargo, viene siendo perseguido al precio de la pasividad hacia los violadores contumaces de derechos humanos.
Por Sergio Fausto

En un artículo en Folha de São Paulo, el canciller Celso Amorim criticó la diplomacia del “dedo en ristre” del área de derechos humanos. Afirmó que la misma agrada la platea, pero no protege de hecho a las víctimas de violaciones de aquellos derechos. Las negociaciones de bastidor con los Estados violadores serían más eficaces, conforme a la propuesta presentada por Brasil al grupo de diecinueve países incumbido de reflexionar sobre el fortalecimiento del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

La manifestación de Amorim – que parece haberse olvidado de la importancia de las presiones internacionales para el fin del apartheid en Sudáfrica y las dictaduras militares en América del Sur – indica que continuamos distanciándonos de la política exterior seguido por el país en esta área, desde el retorno a la democracia hasta el gobierno de Lula.

En ese periodo, no practicamos la diplomacia del “dedo en ristre”, ni dejamos de reconocer con realismo los límites de la acción exterior para la protección de los derechos humanos, mucho menos de ponderar pragmáticamente nuestros intereses económicos y políticos. Entretanto, marcamos con claridad el compromiso con el valor universal de los derechos humanos. Subscribimos un conjunto de convenciones internacionales (empezando por la convención contra la tortura) que habíamos rehusado a firmar bajo la dictadura militar. E inscribimos en la Constitución la determinación legal que otorga prioridad a los derechos humanos en la conducción de la política exterior. 

En el actual gobierno se acumulan señales de cambio. Discretos, pero significativos, en la actuación de Brasil en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Visibles, en las acciones y en las palabras de los principales formuladores de política exterior, empezando por el presidente de la República.

La nueva orientación de la política exterior obedece a un diagnóstico según el cual el tema de los derechos humanos es manipulado por las grandes potencias occidentales. Nadie lo expresa mejor que Samuel Pinheiro Guimarães. Para el ex segundo hombre de Itamaraty y hoy ministro de Asuntos Estratégicos, la defensa de los derechos humanos “disimula, con su lenguaje humanitario y altruista, las acciones tácticas de las grandes potencias en defensa de sus intereses estratégicos”. El blanco de la crítica son, principalmente, los Estados Unidos, cuya hegemonía en el sistema internacional representaría uno de los principales obstáculos, sino amenaza, a la proyección de Brasil en la escena global, como se lee en su libro “Los Desafíos de Brasil en la Era de los Gigantes”. O sea, la defensa de los derechos humanos, así como la defensa de la no proliferación nuclear, se presta, en la práctica, al congelamiento del poder mundial tal como hoy se distribuye. El resto sería retórica, mal o bien intencionada.

Si queremos y podemos convertirnos en uno de los gigantes del mundo y si la defensa de los derechos humanos no es sino la forma por la cual los intereses de las “potencias occidentales” se travisten en preocupaciones humanitarias, el objetivo de Brasil debe ser el de remover el maquillaje ideológico que recubre el tema en los foros multilaterales. No para afirmar el valor en sí, y nuestras credenciales diferenciadas en relación a ello, sino para relegarlo a un plano secundario. Quien sabe con el propósito de librarnos de los constreñimientos que la deliberación a la luz del día sobre eventuales casos de violaciones de derechos humanos puede imponer en nuestra movimentación internacional, ahora que, se cree, estamos convirtiéndonos en uno de los gigantes del planeta.

Hacer alianzas puntuales para cuestionar la distribución de poder actual en el mundo es un objetivo legítimo y oportuno. Sin embargo, viene siendo perseguido al precio de la pasividad hacia los violadores contumaces de derechos humanos. Nos queda la impresión, acertada o errónea, de que la propuesta defendida por Amorim tiene, entre sus motivaciones, el de reducir el daño moral que la política exterior del actual gobierno en el área de derechos humanos provoca en la imagen internacional de Brasil. Figurativamente, en vez de repensar nuestra actuación en escena, preferimos apagar las luces del escenario.

Para ser efectiva, la protección internacional de los derechos humanos necesita de la mirada vigilante, de la acción ruidosa, a veces equivocada, pero siempre indispensable, de las ONGs vinculadas al tema. No es necesario idealizar ese embrión de una sociedad civil internacional para reconocer su importancia, aún mayor ahora que países con regímenes autoritarios y represivos han ganado peso en la balanza de poder global. ¿Estaríamos queriendo protegernos de esta mirada para manejar más libremente nuestros intereses económicos y nuestra proyección de poder en el nuevo orden multipolar?

La visión del mundo expresada por Samuel Pinheiro Guimarães es compartida por una gran parte de las fuerzas políticas de base del actual gobierno. El PT comulga el diagnóstico de que la defensa de los derechos humanos es parte de la hegemonía norteamericana. El antiamericanismo es un elemento de cohesión en el campo de las izquierdas menos o no democráticas, sobretodo en América Latina, donde el partido construyó una amplia red de alianzas. Sirve para defender las violaciones de derechos humanos en Cuba y para justificar a Chávez y al chavismo. Explica también cierta simpatía por grupos como el Hezbollah y Hamas y la complacencia con Ahmadinejad.

Tienen razón los que dicen que los Estados Unidos no deben servir de modelo. En muchas ocasiones, desde que se convirtió en una potencia económica y militar, la actuación externa de aquel país entró en conflicto con los valores democráticos que profesa. La cuestión, sin embargo, no se resume en cuestionar las credenciales de los Estados Unidos. El hecho de que tales credenciales sean cuestionables no nos libera de responder a la pregunta y rendir cuentas sobre el lugar que valores fundamentales como la defensa de los derechos humanos tendrán en nuestra política exterior ahora que proyectamos nuestros intereses y nuestras aspiraciones de poder en escala global.

¿Será que para ser gigante necesitamos empequeñecernos en la sustentación de valores que deben marcar nuestra identidad internacional?

Sérgio Fausto es Director Ejecutivo del Instituto Fernando Henrique Cardoso y miembro de la Red Puente Democrático Latinoamericano.

Traducción de Ana Bovino.