Artículos

18.03.14

Zaffaroni y Oyarbide, Dr. Jekyll y Mr. Hyde de la Justicia K

(TN) Más allá de las diferencias (o tal vez cabría pensar que es en función y gracias a ellas) hoy se vuelve visible la íntima complementariedad que existe entre los roles que ambos personajes cumplen para el sostenimiento del proyecto oficial.
Por Marcos Novaro

(TN) Varias de las postreras batallas del proyecto nacional y popular se librarán en los Tribunales. Allí deberán refutar sus líderes lo que cada vez más argentinos piensan, que el progresismo, los derechos humanos y la lucha contra las corporaciones han sido para ellos antes que nada tapaderas para abusar más cómodamente del poder y llenarse más disimuladamente los bolsillos a costa del erario público. Además y a consecuencia de ello, allí es donde los caciques k más necesitarán contar con socios y amigos después de 2015, que sigan dispuestos a cuidarles las espaldas cuando ya no tengan a su alcance el resto del poder del estado.

El fracaso de la “democratización de la justicia” impulsada el año pasado por el Ejecutivo está exigiendo de los oficialistas esfuerzos más puntuales y desprolijos en este terreno, para correr a fiscales y jueces independientes, y para defender a los adictos; para dar continuidad al control que se ejerce sobre el Consejo de la Magistratura y a la gravitación de sus puntos de vista e intereses en la familia judicial. Fue en este marco que dos personajes en apariencia muy distintos han ganado protagonismo en los últimos tiempos. Uno defendiendo la ideología judicial del kirchnerismo. El otro sus intereses y negocios más oscuros, cuando no se logra prevenir por otros medios que lleguen a los tribunales.

Sin duda que son muy diferentes. Zaffaroni expresa, pese a todo lo que hizo en estos años por subordinarse al proyecto político gobernante, una opinión jurídica respetada en amplios sectores de la judicatura, y también en las comunidades universitarias local e internacional. Disfruta del aplauso y el glamour académico y no ha estado dispuesto a renunciar a ellos. Tal vez porque espera poder utilizarlos en el futuro próximo para reciclarse o para cimentar en ellos una desde siempre ansiada carrera política.

Las desprolijidades en que pudo incurrir en sus obligaciones fiscales o más recientemente en el manejo de sus propiedades no alcanzan para pensar que entre sus objetivos centrales en la vida haya estado enriquecerse. Algo que no deja de ser un punto importante a su favor frente a la mayoría de sus compañeros de ruta.

Y en particular frente al todavía juez Norberto Oyarbide, cuyo sentido del placer es público y notorio que está centrado en el disfrute descontrolado de enormes cantidades de dinero. Y no le interesa en cambio en lo más mínimo, más bien todo lo contrario, el renombre público, el aplauso ni de sus pares ni de los ciudadanos, ni mucho menos hacer carrera política o adquirir lustre intelectual.

Ahora bien: más allá de estas diferencias (o tal vez cabría pensar que es en función y gracias a ellas) hoy se vuelve visible la íntima complementariedad que existe entre los roles que ambos personajes cumplen para el sostenimiento del proyecto oficial. En una división del trabajo judicial que en los últimos tiempos parece volverse más necesaria que nunca. Zaffaroni proveyendo la doctrina adecuada para que la inmoralidad oficial y los abusos de poder queden diluidos detrás de una denuncia principista de las supuestas inmoralidad y arbitrariedad intrínsecas y siempre peores de los “sistemas” (penal, policíaco, mediático, etc.). Y ayudando así a que las prácticas de Oyarbide se vuelvan, sino aceptables, al menos tolerables.

Porque si todo ejercicio del poder es inmoral y abusivo, se puede suponer que lo es menos el que combate a los sistemas imperantes, aunque en el camino viole unas cuantas leyes y se embolse unos dinerillos. De paso se puede disculpar y hasta celebrar también que este poder “bueno en sus intenciones” utilice los peores medios disponibles para lograr sus fines: sería parte de su genialidad volver al sistema contra sí mismo.

Sucede sin embargo que en el despliegue práctico de estos argumentos se termina incurriendo en demasiadas contradicciones. Días pasados el preferido de Cristina en la Corte sostuvo que era una falta de respeto que la oposición “hiciera política” con la discusión de la reforma propuesta al Código Penal, que supuestamente consiste en una suma de maravillosas ideas de naturaleza “puramente jurídica”, que merecerían discutirse sólo en clave normativa y reconociendo la autoridad de los expertos, empezando por la suya. Cuando el mismo Zaffaroni, igual que el resto de la intelectualidad k, se han pasado años sosteniendo que “todo es política” y que los jueces no adictos y que pretendían actuar con independencia del gobierno de turno debían dejar de impostar una supuesta abstinencia política, que según la perspectiva oficialista a lo único que servía era a velar las ocultas complicidades ideológicas y de intereses que condicionaban sus fallos.

Inconsistencias como ésta, por suerte para el gobierno, no afectan en lo más mínimo a gente como Oyarbide. Que se mueve según las reglas del único “sistema” que realmente garantiza resultados en la Argentina de hoy, el del dinero. Como el dinero no tiene nombre, ni fin, ni ideología, siempre resulta fácil a sus dueños utilizarlo para lo que necesiten. De allí que para el gobierno nacional y popular sean cada vez más imprescindibles los servicios de los Mr. Hyde de que se ha rodeado, pese a todas las complicaciones que conlleve ocultar sus rastros. Y en cambio no se entienda bien para qué deja que los Dr. Jekyll sigan hablando y hablando, enredándose y enredando al resto del kirchnerismo en su disfuncional verborragia.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)