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03.11.14

Las democracias iliberales

(Bastión Digital) Los años kirchneristas, en especial los de Cristina, entran cómodamente en esta tipología. En estos años, nos convencieron a los argentinos diciéndonos que lo que necesitábamos era más democracia cuando, a mi modo de ver, lo único que necesitamos es más liberalismo. Tengamos cuidado, porque la democracia puede no ser la respuesta a todos nuestros problemas. Y, recordemos siempre: el gobierno que conviene no es aquel que promete asegurarnos la felicidad.
Por Sabrina Ajmechet

(Bastión Digital) Todas las experiencias radicales de democracia, en diferentes épocas y latitudes, excluyeron a parte de su población, persiguieron a los que quisieron algo diferente, y erigieron un líder que encarnaba la voluntad popular, todo en nombre de la democracia. Estas formas políticas tienen en común haber sido democracias que rechazaron los valores liberales. Los años kirchneristas entran cómodamente en esta tipología. Nos convencieron a los argentinos diciéndonos que lo que necesitábamos era más democracia cuando lo único que necesitamos es más liberalismo.

Nací en 1981 y todos mis recuerdos son recuerdos democráticos. Vivo con la seguridad del que sólo conoce la democracia como régimen político, del que sabe que toda su vida transcurrirá en democracia. Por eso me animo a criticarla. Necesito ser enfática en esto: no lo hago con la intención de reemplazar la democracia por un régimen diferente. Lo hago con el profundo deseo de convertir la democracia existente en algo más parecido a la democracia deseada, es decir, a la democracia que yo deseo.

Para pensar estas cuestiones, propongo partir de una definición mínima de democracia. George Orwell en Politics and the English language ha mostrado que el término “democracia” es utilizado por diferentes personas para definir cosas muy distintas. Por eso, con los fines de lograr una mejor comprensión, mi intención acá es despojar a este sustantivo de sus posibles adjetivaciones para así poder llegar a una interpretación compartida por todos. Sugiero, entonces, entender a la democracia simplemente como la forma de gobierno en la que la soberanía reside en el pueblo.

La historia de la democracia en el mundo moderno puede ser vista, entonces, como la historia de una aporía. La soberanía reside en el pueblo pero el pueblo no puede gobernarse a sí mismo sino a través de sus representantes. Al mismo tiempo, en muchos sentidos, la representación puede ser lo opuesto a la democracia, puede entenderse incluso como su confiscación. Pero como el autogobierno no es una posibilidad, entonces lo que sí puede suceder es que unos pocos gobiernen en nombre de los muchos, que unos pocos interpreten y encarnen lo que la mayoría desea y necesita. Esta es la situación que advirtió con preocupación Tocqueville. En su denuncia de los peligros de la democracia, problematizó los límites de un poder que se basaba en simples mayorías y temió una política en la que dominaran las pasiones por encima de la razón.

Esto fue lo que sucedió en la Francia jacobina, durante la época del Terror. En nombre de la voluntad general se persiguió a todo aquel que pensaba diferente. Y se repitió en otros regímenes con vocación totalitaria, como la Rusia de Stalin y la Cuba de Castro. Carl Schmitt lo expresó con brillantez: “Toda democracia real se basa en el hecho de que no sólo se trata a lo igual de igual forma, sino, como consecuencia inevitable, a lo desigual de forma desigual. Es decir, es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y, en segundo lugar –y en caso de ser necesaria- la eliminación o destrucción de lo heterogéneo.” Todas las experiencias radicales de democracia excluyeron a parte de su población. En diferentes épocas y distintas latitudes persiguieron a los que quisieron algo diferente. Los acusaron de bárbaros, ateos, aristócratas, contrarrevolucionarios u oligarcas. El mote fue cambiando pero la lógica amigo-enemigo siempre estuvo presente. Y todo se hizo en nombre y en defensa de la democracia.

Otro modo histórico en el que se intentó resolver la aporía democrática fue el cesarismo, que planteó una forma de la representación que consistía en un líder que encarnaba la voluntad popular. En esta idea de la política, se planteaba la existencia de un pueblo unificado que estaba en contacto directo con un jefe o un conductor que lo interpretaba y que, por lo tanto, era el único capaz de guiar su destino. Este modelo, con las diferencias que puede existir entre una experiencia y otra, fue encarnado por Luis Napoleón, por Hitler y por Perón. Todos estos gobiernos, al postular a la soberanía del pueblo como la base fundamental de la organización política entendieron que el bien de la comunidad estaba por encima de los deseos y las voluntades de los individuos. El léxico de estos regímenes políticos tuvo como protagonista principal al pueblo, al que siempre entendió como una masa unánime. En estos mundos de ideas, las mayorías conformaban la voluntad general y el conductor las interpretaba. De este modo, aquel que se oponía a lo que el líder mandaba, no se estaba oponiendo solamente a un dirigente político sino al pueblo entero. Y, quien se oponía al pueblo, sólo podía ser el antipueblo, el otro, el que defendía intereses foráneos, el enemigo.

Todas estas formas políticas tienen en común haber sido democracias que rechazaron los valores liberales. En estos gobiernos los intereses individuales estuvieron subsumidos a los intereses de la comunidad y se valoró lo igual al tiempo que se despreció y se persiguió lo diferente. Fueron formas democráticas que pudieron convivir en perfecta armonía con el sufragio universal. Su legitimidad se basó en el número y no dudaron en maltratar derechos individuales con la justificación de que era lo que convenía a la mayoría. Pierre Rosanvallon le da a este tipo de regímenes un nombre que me parece muy adecuado. Los llama democracias iliberales.

Los años kirchneristas, en especial los de Cristina, entran cómodamente en esta tipología. En estos años, nos convencieron a los argentinos diciéndonos que lo que necesitábamos era más democracia cuando, a mi modo de ver, lo único que necesitamos es más liberalismo. Tengamos cuidado, porque la democracia puede no ser la respuesta a todos nuestros problemas. Y, recordemos siempre: el gobierno que conviene no es aquel que promete asegurarnos la felicidad. Cuando un gobierno nos asegura la felicidad, está definiendo por nosotros qué es lo que esta felicidad significa. Por eso, mejor, elijamos un gobierno menos profético, menos pretensioso y más normal. Contentémonos con elegir a quien sólo nos asegure la búsqueda de la felicidad, porque ese será el que lleve adelante un gobierno dispuesto a respetar nuestra libertad.

Fuente: Bastión Digital (Buenos Aires, Argentina)