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11.10.17

La revolución socialista y el poder de las ideas

(El Observador) La revolución socialista, allí donde logró imponerse, terminó siendo un gran fracaso. El socialismo «real» se derrumbó como consecuencia de sus promesas incumplidas. Las revoluciones de base marxista, que habían prometido liberación política y desarrollo de las «fuerzas productivas», terminaron sembrando dictaduras, violando derechos humanos y generando más atraso que crecimiento económico.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) 

Existe un extenso debate teórico en las ciencias sociales respecto al poder político de ideas y discursos. No es este el lugar para presentarlo. Pero el calendario nos ofrece una oportunidad para argumentar de modo sencillo acerca de la importancia de esta dimensión en los procesos políticos.

El mes que viene se conmemorarán los cien años del asalto al Palacio de Invierno por Lenin y los bolcheviques en la Rusia zarista. Hace pocos días se cumplieron cincuenta años de la muerte del Che Guevara. La Revolución de Octubre y las acciones revolucionarias del Che demuestran que, tal como dice la frase atribuida a Víctor Hugo, “no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. El siglo XX ofrece un claro testimonio de esto: una idea ambiciosa, la de terminar con el capitalismo y establecer una sociedad sin “explotados ni explotadores” no solamente parecía posible; además, para muchos, era un destino ineluctable. La fe depositada por millones de personas en esta creencia desató cambios políticos mayores. La idea de revolución estremeció Rusia. Más tarde, transformó China y buena parte de Europa oriental. Poco después, en Cuba, asaltó América Latina e inspiró a decenas de movimientos guerrilleros.

El tiempo pasó. La revolución socialista, allí donde logró imponerse, terminó siendo un gran fracaso. El socialismo “real” se derrumbó como consecuencia de sus promesas incumplidas. Las revoluciones de base marxista, que habían prometido liberación política y desarrollo de las “fuerzas productivas”, terminaron sembrando dictaduras, violando derechos humanos y generando más atraso que crecimiento económico. Las economías socialistas que prosperan, como la de China, lo hacen al precio de renunciar a aspectos básicos de la doctrina. Pero el desafío ético planteado por la teoría y práctica del socialismo no pasó en vano. Debemos en gran medida a la provocación de la revolución socialista la expansión del ideal de justicia, el empuje de los partidos socialdemócratas y la construcción de diversos regímenes de bienestar.

El proyecto revolucionario nació impugnando las propuestas reformistas. Pero terminó favoreciéndolas. En lugar de socialización de la economía avanzó la propiedad privada y se fortalecieron los mercados. Pero el capitalismo se vio obligado a empezar a hacerse cargo de las consecuencias sociales de su propia dinámica. La amenaza del comunismo, en muchas partes, obligó a las elites en el poder a hacer concesiones a los trabajadores y sus organizaciones políticas y gremiales. Los derechos sociales fueron siendo reconocidos y, luego, lentamente, materializados en nuevas políticas públicas e instituciones. Sin la amenaza del prestigio ganado por la Unión Soviética y los partidos comunistas durante los años de la segunda guerra mundial es imposible imaginar el Plan Marshall que permitió reconstruir los países devastados por la guerra. Sin el espanto generado en Washington por la revolución cubana es igualmente imposible entender el extraordinario giro de la política exterior norteamericana expresado en la gestación de la Alianza para el Progreso, y la apuesta a la promoción planificada del desarrollo económico y social de nuestros países.

Las ideas tienen un impacto poderoso y definitivo. Pero sus consecuencias suelen poder advertirse recién en el largo plazo. Permítanme poner un ejemplo sencillo para ilustrar este punto. ¿Cuánto tiempo le llevó formularse, instalarse y, finalmente, prosperar políticamente al ideal democrático? La idea del autogobierno ciudadano, expresada con tanta elocuencia en las dos grandes revoluciones de fines del siglo XVIII, la norteamericana y la francesa, tardó más de cien años en empezar a concretarse. Como he argumentado en otros momentos, hay que esperar recién al siglo XX para que podamos hablar con cierta propiedad de un proceso de democratización a escala mundial. Ahora mismo, más de doscientos años después de la revolución francesa, de acuerdo al Democracy Index 2016 elaborado por Economist Intelligence Unit, apenas el 5% de la población del mundo vive en democracias plenas. La libertad política avanzó lenta y erráticamente. Y todavía anda a los tumbos.

Algo similar ha venido ocurriendo con el ideal de la igualdad. También viene de muy lejos. Comenzó a ser reelaborado por los filósofos políticos en tiempos de la Ilustración que sostenían que todos los hombres tenían los mismos derechos naturales. Cobró mayor protagonismo en tiempos de la Revolución Francesa, que atacó con virulencia jerarquías y privilegios. Durante el siglo XIX animó la conformación de sindicatos y la construcción de los primeros partidos obreros. Durante el siglo siguiente, cuando la nueva fe gracias a Carlos Marx se animó a ataviarse con la toga de la ciencia, inspiró la lucha de millones de personas en todos lados. Al igual que el ideal de la igualdad política, el sueño de la justicia ha enfrentado todo tipo de obstáculos. Sin embargo, sigue animando debates y provocando innovaciones políticas y sociales.

La revolución, esa “bélica enviada de Proteo a la casa de los indolentes y al encierro de los oprimidos” al decir de José Enrique Rodó, ha ido desapareciendo del radar. Empezó como sueño y terminó como pesadilla. Pero dejó mucho más que tumbas de inocentes, monumentos derribados e ilusiones frustradas.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)