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08.04.13

La década ganada, inundada

(TN) Desde hace tiempo que las inundaciones del conurbano bonaerense, así como de otros centros urbanos del país vienen siendo cada vez más frecuentes y dañinas, y el remedio ha estado al alcance de la mano también desde hace años: se trataba simplemente de invertir en obras y hacerlo bien, en vez de orientar el dinero público a alimentar el empleo improductivo, la corrupción y, en el mejor de los casos, el consumo y obras elegidas por el sólo motivo de ser vistosas y vendibles en las campañas electorales.
Por Marcos Novaro

(TN) Dentro de pocas semanas a Cristina Kirchner le tocará en suerte festejar diez años continuos de firme ejercicio del gobierno nacional por su sector. Querrá seguramente repetir el discurso ensayado en la última inauguración de sesiones legislativas, según el cual de su mano el país creció como nunca y todo fue para mejor. Aunque parece que deberá esforzarse más de lo previsto en encajar los déficits acumulados como expresión de “lo que todavía nos falta hacer”, para justificar su pretensión de seguir conduciendo al país por este camino, quien sabe, tal vez otros diez años.

Sucede que las inundaciones de La Plata distan de haber sido un rayo en cielo sereno: más bien parece ser que potenciaron la racha de malas nuevas que desde hace tiempo vienen arrojando una economía que dejó de crecer, una inflación que no cede y tensiones sociales de todo tipo empecinadas en deprimir las expectativas colectivas.

Con todo, hay que reconocer que la presidenta y su entorno no perdieron la esperanza de hacer de cada crisis una oportunidad: el operativo lanzado para destronar al intendente platense y echarle la culpa por lo sucedido, volver a abrazarse de momento a la incombustible figura de Scioli y partidizar la asistencia a través de Unidos y Organizados está ya lanzado. Tal vez Cristina, afecta como es a mirarse en el espejo de la historia, esté rememorando en estos días la gesta emprendida por Perón cuando revistaba como funcionario de reparto de un régimen militar y éste quedó en aprietos ante el devastador terremoto sufrido por la ciudad de San Juan: esa catástrofe le ofreció al entonces coronel la invalorable oportunidad no sólo de conocer a Eva, sino de mostrar a propios y ajenos sus dotes de líder, y convertir la muerte y la desesperanza en una fenomenal cantera de adhesiones.

Varios factores, sin embargo, conspiran contra la posibilidad de repetir esa experiencia. En primer lugar, Perón era entonces un recién llegado y Cristina dista enormemente de serlo: los mismos diez años en funciones que se esmera tanto en festejar están ahí para señalárselo, conspirando sin querer contra su propio interés. Años que, si los contamos para la provincia y para algunos municipios afectados por el agua, se elevan a veinte o veinticinco en que “gobernaron los mismos”. De allí que unos cuantos funcionarios estén sugiriéndole a la presidenta olvidarse de todos los festejos programados para el próximo 25 de mayo: lo mejor sería que nadie se acuerde de que hace una década ya que están a cargo del Estado. Ejercitar la memoria puede que quede para otra mejor ocasión.

En segundo lugar, el efecto destructivo del agua pone en evidencia las falencias de infraestructura y la mala aplicación del gasto público de un modo mucho más inapelable de lo que hizo aquel terremoto. Porque lo cierto es que desde hace tiempo que las inundaciones del conurbano bonaerense, así como de otros centros urbanos del país vienen siendo cada vez más frecuentes y dañinas, y el remedio ha estado al alcance de la mano también desde hace años: se trataba simplemente de invertir en obras y hacerlo bien, en vez de orientar el dinero público a alimentar el empleo improductivo, la corrupción y, en el mejor de los casos, el consumo y obras elegidas por el sólo motivo de ser vistosas y vendibles en las campañas electorales.

Es cierto también, como han destacado diversos analistas, que la responsabilidad por las inundaciones alcanza a muchos, casi todos, los dirigentes con cargos de gestión. Pero puede que el efecto sobre el kirchnerismo termine siendo particularmente serio, incluso más serio que el que resultó de la tragedia de Once.

En ese caso, recordemos, el oficialismo aun pudo decir, con alguna prueba en la mano, que la culpa era de empresarios aprovechadores, y la solución por tanto era más intervención gubernamental. Es decir, la tragedia dio pasto, a pesar de todo, al relato K, fue ocasión para más y no menos “modelo”. Y algún crédito encontró ese enfoque, porque aunque la gran mayoría responsabilizó en alguna medida al gobierno por lo sucedido, también apoyó el desplazamiento de los dueños de TBA y la estatización del servicio. En cambio en La Plata no hay forma de estatizar a nadie para tapar lo sucedido. No cabe achacar la responsabilidad a ningún actor particular ni ajeno al oficialismo. Y la gestión del estado en todos sus niveles queda entonces en evidencia como parte del problema y no de la solución. Fue, para colmo, por su extensión, como si todos los trenes de la ciudad chocaran al mismo tiempo: ya nadie puede hablar de accidente, cuando fue la metrópoli en pleno lo que colapsó; ni de una campaña mediática y carroñera para deprimir a los argentinos, cuando es la gestión pública la que está en el banquillo.

Hay que decir que, con todo, Cristina sonó convincente cuando visitó Tolosa, el barrio de su infancia: se mostró conmovida por la pérdida de los bonitos televisores y demás modernos electrodomésticos que los habitantes del lugar habían venido adquiriendo en los últimos años; y no hizo falta que aclarara, habían podido hacerlo “gracias a ella”. Se olvidó, por cierto, de lo peor, las decenas de muertes completamente evitables ocurridas el día anterior. Pero lo más llamativo tal vez no fue ese olvido, si no lo que sus palabras sí transmitieron: la impotencia de un modelo que, al menos durante un tiempo, mejoró y alegró la vida de muchas familias argentinas, pero sólo dentro de sus casas, con recursos que se disfrutan de la puerta para adentro, mientras que nada cambió, incluso se permitió que las cosas siguieran deteriorándose, de la puerta para afuera; y el modo trágico en que el agua estaba dando una contundente lección, al demostrar que lo público es en última instancia siempre más importante que lo privado para la salud y la felicidad de un país y de sus habitantes, porque sin bienes públicos, sin infraestructura, seguridad, salud y educación, la vida y la felicidad de las personas no valen nada.

Curiosa conclusión ésta de una década animada por un proyecto que se cansó de hablar maravillas de la política y el estado, mientras despreciaba a los mercados y al capitalismo, y termina revelándose como un frustrado experimento de convertirnos en individuos felices aunque aislados, y rodeados de una comunidad frágil, impotente y a la corta o a la larga desgarrada.

Fuente: (TN)