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15.07.14

Un orgullo que ya no es K

(TN) Muchos argentinos dicen sentirse orgullosos del desempeño de su selección de fútbol, incluso después de que cayera derrotada ante Alemania. En parte porque el equipo se desempeñó cada vez mejor a medida que avanzó el torneo; en parte probablemente también porque hace tiempo que carecemos de otros motivos y oportunidades para experimentar la solidaridad y pertenencia colectivas. La última había sido cuatro años atrás, en el Bicentenario de la revolución de mayo. Que sí fue ocasión para que el kirchnerismo impusiera su guión y discurso político, y en alguna medida al menos, se apropiara del orgullo nacional. ¿Qué cambió en el ínterin? Casi todo.
Por Marcos Novaro

(TN) Muy pocos argentinos se enorgullecen de ser arrastrados de una derrota a otra por los tribunales de Estados Unidos, en una saga que puede terminar mal o muy mal pero en cualquier caso es bastante evidente que habla, más que de la maldad de los fondos especulativos y del imperialismo, de la impericia y ceguera de un gobierno que se enredó en sus fantasías y confusiones.

Menos todavía son los compatriotas que sienten orgullo de funcionarios que hace rato vienen fracasando en hacer crecer la economía, frenar la inflación y proteger el empleo productivo. Y casi ninguno, incluso en las filas del propio oficialismo, debió experimentar ni un rastro de ese sentimiento el pasado 9 de Julio cuando, mientras la selección nacional lograba pasar a la final mundialista, la administración se hizo representar en los festejos de la Independencia por un vicepresidente que no se cansa de mentir y disfrazar sus acuciantes problemas judiciales detrás de la épica desgastada de la lucha contra los medios y demás maléficas corporaciones.

Muchos argentinos en cambio dicen sentirse orgullosos del desempeño de su selección de fútbol, incluso después de que cayera derrotada ante Alemania. En parte porque el equipo se desempeñó cada vez mejor a medida que avanzó el torneo; en parte probablemente también porque hace tiempo que carecemos de otros motivos y oportunidades para experimentar la solidaridad y pertenencia colectivas.

La última había sido cuatro años atrás, en el Bicentenario de la revolución de mayo. Que sí fue ocasión para que el kirchnerismo impusiera su guión y discurso político, y en alguna medida al menos, se apropiara del orgullo nacional. ¿Qué cambió en el ínterin? Casi todo.

En mayo de 2010 la economía había vuelto a crecer a gran velocidad después de la aguda crisis que la afectara entre fines de 2008 y mediados de 2009, y que las autoridades con algo de razón habían logrado atribuir a factores puramente exógenos (entonces si tenía alguna lógica la afirmación de la presidenta según la cual “el mundo se nos cayó encima” y “el modelo” podía todavía sacarnos adelante).

Encima las fuerzas de la oposición, convencidas de que con los mazazos de la crisis del campo de 2008 y la derrota en las legislativas de 2009 el kirchnerismo estaba ya finiquitado, se venían dedicando a disputarse salvajemente su sucesión en el poder. Y se convencieron además de que la gran masa de la población no le daría mucha bolilla al Bicentenario, y menos todavía a los festejos oficiales, que serían en todo caso, según palabras de una conocida dirigente cuyos pronósticos catastróficos todavía no habían agotado del todo la paciencia del público, oportunidad para un enorme gasto y una nueva campaña divisionista.

El gobierno no se privó ni del gasto dispendioso ni de los gestos facciosos y excluyentes. Pero nada de eso irritó demasiado a la ciudadanía, que quiso festejar su identidad y pertenencia, y encontró que casi el único que estaba atento a ese deseo, y sobre todo el único que tenía los medios para satisfacerlo, era el oficialismo. Con lo cual éste logró que muchos que le habían retirado el crédito en los dos primeros años de mandato de Cristina Kirchner se lo devolvieran. O al menos suspendieran momentáneamente el juicio negativo que tenían sobre su gestión.

Con ello conseguiría posicionarse como responsable exclusivo de todas las buenas noticias habidas y por haber. Y que calara su machacona idea de que sus críticos, los políticos opositores, los medios independientes, los empresarios disconformes, los economistas que advertían sobre problemas de sustentabilidad, los que reclamaban desde afuera por deudas, mentiras oficiales o lo que fuera, eran agoreros y caranchos. En suma, que eran ellos los que realmente producían, o deseaban que se produjeran, esos problemas de los que hablaban, porque sus intereses se realizarían sólo si el gobierno y por extensión el país fracasaban.

Un gobierno que sólo se hace cargo de las buenas noticias y que achaca al resto del mundo toda la responsabilidad por las malas es hoy, cuatro años después del Bicentenario, por completo imposible de vender. Pese a todo, el oficialismo no ha dejado de intentarlo: la machacona campaña publicitaria sobre los “golazos” oficiales y las ridículas denuncias contra los “apátridas críticos de Sabella y su equipo”, o los aún más absurdos carteles de Julián Domínguez, están ahí para probarlo. Habiendo tenido éxito aquella vez cree que puede volver a tenerlo, y en ausencia de una mejor idea, qué más da. Tratar de repetir la fórmula que una vez resultó exitosa debe parecerles mejor opción que bajar los brazos.

El problema es que esto último puede no ser cierto, y los esfuerzos desesperados del gobierno terminar jugándole en contra. Tal vez si intentara algo nuevo, por caso, lo que no hizo en el Bicentenario, abrir el juego y compartir la escena con los demás, aceptando que todos compartimos la misma historia y todos queremos, con nuestras particulares ideas sobre lo que eso significa, un país mejor, sus mensajes tendrían mayor eficacia para preservar su legado y controlar la salida del poder. Y aunque el kirchnerismo ya no sea convincente como camino para lograr ese futuro mejor, evitaría ser recordado como una desgraciada experiencia que lo dificultó y demoró. Pero tal vez sea mucho pedir, y sea sobre todo tarde para esperarlo: se suele decir que los peronistas son maestros de la supervivencia, y que ningún buen dirigente de esa tradición se suicida, pero parece que en esto los kirchneristas sí se distinguen.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)