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17.12.14

Treinta años de democracia

(El Observador) Desde el fin de la dictadura en adelante el país ha progresado mucho. Lideramos en la región en numerosos indicadores políticos, económicos y sociales. Hay muchas razones para festejar: la democracia uruguaya celebra 30 años de su restauración gozando de buena salud. Pero es en estos momentos cuando, más que nunca, hay que esforzarse por no caer en el conformismo y buscar, con lupa si hace falta, grietas y fisuras.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) En lugar del balance del año que se termina quiero proponerles el de las tres décadas de democracia iniciadas en 1985.

Cuando llega fin de año es difícil escapar a la tentación de hacer balances. Esta página no será la excepción. Pero, al menos por esta semana, me niego a ocuparme de la coyuntura. Me gustaría, en cambio, lanzar una mirada de largo plazo sobre la política uruguaya. Por eso, en lugar del balance del año que se termina quiero proponerles el de las tres décadas de democracia iniciadas en 1985.

Tiempo atrás, en una revista de ciencia política chilena, Daniel Buquet y Daniel Chasquetti ofrecieron una excelente síntesis de la evolución de la democracia uruguaya. En ese texto distinguen tres grandes etapas de la “poliarquía” uruguaya.1 La primera poliarquía se instala en 1918, cuando entra en vigencia la nueva Constitución elaborada en la Convención Nacional Constituyente electa en 1916, y se derrumba con el golpe liderado por el presidente Gabriel Terra en marzo de 1933. La segunda comienza con la regularización institucional de 1942 y termina en el desastre de 1973. La tercera, la que seguimos disfrutando, tiene su punto de partida con la elección de Julio María Sanguinetti como presidente en noviembre de 1984.

No es, por tanto, la primera vez que nuestra poliarquía logra persistir mucho tiempo. Pero los 30 años de democracia posteriores a 1985 (los de la “tercera poliarquía”) tienen poco que ver con los 30 anteriores al golpe de 1973 (los de la “segunda poliarquía”). Las casi tres décadas que van desde 1942 a 1973 culminaron en un gran fracaso. Diez años de fiesta (la década de 1940), 10 de desconcierto (la de 1950), 10 de agonía (la de 1960). Los partidos tradicionales se alternaron en el poder pero no supieron anticipar la crisis ni manejarla. Las izquierdas, la legal y la armada, la sindical y la intelectual, todas ellas, de modos distintos, resbalaron al maximalismo, alimentaron el desasosiego y echaron leña al fuego. La CIDE, durante el primer lustro de los años 60, mostró un camino al desarrollo y puso una cuota de esperanza. Es obvio que no alcanzó.

El lapso que va de 1985 a 2014 es muy distinto. Los partidos políticos demostraron haber aprendido la lección del derrumbe anterior. Colorados y blancos compitieron con el ardor tradicional. Sin embargo, se las ingeniaron también para colaborar entre sí en el impulso a un programa de transformaciones que ni siquiera la izquierda, cuando finalmente accedió al gobierno, se atrevió a modificar (estabilización de precios, apertura comercial, protección a la inversión extranjera, etcétera). Es cierto: la crisis que, entre 1999 y 2002, destruyó riqueza sin piedad y desgarró profundamente el tejido social, una vez más, nos tomó por sorpresa. Pero, a diferencia de los años previos al golpe del 73, el derrumbe económico no condujo al abismo de la polarización y la violencia.

Desde el fin de la dictadura en adelante el país ha progresado mucho. Lideramos en la región en numerosos indicadores políticos, económicos y sociales. Hay muchas razones para festejar: la democracia uruguaya celebra 30 años de su restauración gozando de buena salud. Pero es en estos momentos cuando, más que nunca, hay que esforzarse por no caer en el conformismo y buscar, con lupa si hace falta, grietas y fisuras. El conformismo (“¡como el Uruguay no hay!”) ya nos jugó una mala pasada a mediados del siglo pasado. Nuestra generación no tiene derecho a tropezar con la misma piedra.

Se encienden algunas luces amarillas. Hay problemas de representación. Las encuestas muestran que demasiados ciudadanos confían poco o nada en los partidos. Las mujeres siguen sin tener los niveles de participación debidos. Los jóvenes se sienten poco y mal representados. Las listas cerradas y bloqueadas, una de las principales razones de la fortaleza de nuestros partidos (y, por ende, del éxito de nuestra democracia) restringen la libertad del elector. Hay problemas en los controles mutuos entre instituciones (la llamada accountability horizontal). Los parlamentarios, por ejemplo, no disponen de medios como para participar en pie de igualdad con el Ejecutivo en la elaboración de políticas públicas. Hay problemas graves en el segundo y tercer nivel de gobierno. El diseño institucional de los gobiernos departamentales sigue estando más cerca del espíritu del medioevo que de la modernidad (Montesquieu sigue brillando por su ausencia). Los gobiernos locales precisan un nuevo impulso.

Hay que tomarse en serio estos asuntos. En este sentido, las declaraciones recientes del próximo presidente de la Cámara de Representantes, Alejandro Sánchez, son realmente alentadoras. El reelecto diputado del MPP dijo al diario El País que, como “se cumplen 30 años de la reinstauración democrática”, se propone desde su cargo en el Parlamento “generar foros para discutir sobre el pasado, presente y futuro de la democracia”.2 Esto es exactamente lo que precisamos hacer: tenemos la obligación de discutir y descubrir entre todos dónde están los defectos en el funcionamiento de nuestras instituciones políticas, para encontrar, a tiempo, los caminos para corregirlos.

1- Chasquetti, Daniel y Buquet, Daniel (2004). “La democracia en Uruguay: una partidocracia de consenso”, Política 42: 221-247. Disponible en: http://www.redalyc.org/pdf/645/64504211.pdf

2- Ver: http://www.elpais.com.uy/informacion/mpp-no-le-decir-amen.html

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)