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06.04.16

Para hacer reformas, nosotros o el caos

(El Líbero) Cuando un político argumenta que solo su sector sabe cómo hacer reformas o que la única hoja de ruta posible es la propia, ese político desnuda una preocupante tendencia autoritaria. De hecho, ese tipo de declaraciones recuerdan la advertencia del dictador Pinochet, cuando descalificaba a sus adversarios sugiriendo que no sabían hacer reformas. De hecho, la frase de Bachelet recuerda la del propio Pinochet, cuando, al buscar diferenciarse de sus opositores, dijo que las opciones que tenía Chile eran él o el caos.
Por Patricio Navia

(El Líbero) Cuando la Presidenta Bachelet declaró que “nuestros adversarios no saben hacer reformas, pero sí saben desmantelarlas”, dejó entrever una visión autoritaria. Si bien Bachelet tiene todo el derecho a creer que la derecha hará malas reformas, arrogarse el monopolio de las reformas —sin un mea culpa sobre los errores cometidos en las reformas que ha impulsado— refleja una errada concepción de que ella es dueña de la verdad absoluta.

Si bien en política, como en cualquier mercado competitivo, los oferentes deben competir por destacar sus fortalezas y subrayar las debilidades de sus rivales, el discurso que se construye a partir de la descalificación de los rivales —y no las virtudes propias— es profundamente antidemocrático. Después de todo, si los rivales no tienen legitimidad para gobernar, ¿qué capacidad de elegir tendrán los chilenos en la próxima elección?

En democracia, los ciudadanos ejercen su derecho a premiar a los que ostentan el poder o castigarlos, escogiendo alguna alternativa de oposición para hacerse cargo del país. La idea de que hay solo un partido con superioridad moral para gobernar es propia de los autoritarismos. Si bien en los años inmediatamente posteriores a la dictadura militar, la derecha chilena tuvo que cargar con el lastre de haber apoyado al régimen autoritario, hoy ninguna coalición tiene superioridad moral sobre la otra. Los que creen que la derecha o la Nueva Mayoría están descalificadas para gobernar poseen valores impropios en un sistema democrático. Uno puede perfectamente preferir a una coalición sobre la otra, o creer que el país avanzará en una dirección equivocada si gana el sector con el que no nos identificamos. Pero creer que solo una coalición es capaz de hacer reformas refleja una concepción equivocada sobre cómo funcionan las democracias.

De más está aclarar, por cierto, que no basta con hacer reformas. Hay que hacerlas bien. Aun aceptando que distintos gobiernos harán sus propias reformas —un gobierno de derecha hará reformas compatibles con su visión de sociedad mientras que uno de izquierda hará reformas que avancen en la dirección opuesta—, las reformas pueden ser evaluadas respecto a su capacidad para alcanzar los objetivos anunciados al momento de implementarlas. Así, por ejemplo, si un gobierno realiza una reforma tributaria prometiendo que los nuevos dineros financiarán la gratuidad en la educación superior, podemos evaluar el cumplimiento de esa reforma si efectivamente logra su cometido.

Así, dejando de lado el debate sobre la conveniencia de introducir la gratuidad en la educación superior, podemos evaluar la calidad de la reforma implementada por el gobierno de Bachelet a partir de los resultados que ha producido. Como se prometió que se recaudaría mucho más dinero y que la gratuidad alcanzaría para muchas más personas que las que han sido beneficiadas, es apropiado concluir que la reforma educacional que impulsó Bachelet fue una mala reforma, ya que no alcanzó el objetivo prometido. Más aún, como hubo que hacer una reforma a la reforma tributaria, surgen fundadas dudas sobre la solidez del diseño sobre el que se sustenta la promesa de educación superior gratuita universal.  No se trata entonces solo de discrepar sobre la conveniencia de construir el edificio que se buscaba construir. Los cuestionamientos a la reforma educacional de Bachelet también se pueden hacer sobre la viabilidad de que ese edificio se mantenga en pie dada la forma en que fue construido. De ahí que resulte especialmente paradojal que el propio gobierno esté hablando de que la obra gruesa de las reformas ya ha sido terminada. Más allá de las legítimas discrepancias sobre la conveniencia de construir el edificio de reformas que Bachelet prometió construir, hoy abundan dudas sobre la solidez de la obra gruesa de las reformas que ha impulsado este gobierno.

Es indiscutible que este gobierno no ha sabido hacer bien sus reformas. Pero incluso si las reformas hubieran sido bien hechas —esto es, si hubieran permitido modificar el modelo de libre mercado que ha existido en Chile desde el retorno de la democracia—, descalificar a los adversarios argumentando que ellos no saben hacer reformas —solo desmantelarlas— supone que existe solo un tipo de reformas o una sola hoja de ruta por la que puede avanzar el país. En democracia, los partidos y las coaliciones presentan distintas hojas de ruta y los electores optan por cuál de ellas el país seguirá avanzando.

Cuando un político argumenta que solo su sector sabe cómo hacer reformas o que la única hoja de ruta posible es la propia, ese político desnuda una preocupante tendencia autoritaria. De hecho, ese tipo de declaraciones recuerdan la advertencia del dictador Pinochet, cuando descalificaba a sus adversarios sugiriendo que no sabían hacer reformas. De hecho, la frase de Bachelet recuerda la del propio Pinochet, cuando, al buscar diferenciarse de sus opositores, dijo que las opciones que tenía Chile eran él o el caos.

Fuente: El Líbero (Santiago, Chile)