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21.04.16

El pleito entre lo viejo y lo nuevo

(El Observador) Cambiar regímenes políticos y sistemas electorales, derrocar gobiernos y presidentes, o incorporar novedades en las políticas públicas no parece ser tan difícil en toda nuestra región. En cambio, modificar la forma de hacer política sí representa un desafío de porte mayor. El pasado, las estructuras y tradiciones políticas, descargan sin piedad todo el peso de su inercia. Vale la pena tener esta advertencia presente ahora que, otra vez, parece querer asomarse lo nuevo.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Suele decirse que el rasgo más permanente de la política de América Latina es la inestabilidad. En efecto, el régimen político, por ejemplo, mostró a lo largo del siglo XX una volatilidad impactante. Según Peter Smith, en el período de 101 años que va desde 1900 hasta el año 2000 hubo 155 cambios de régimen a una tasa promedio de 1.53 por año (1). A partir de fines de la década del setenta del siglo pasado, en el marco del "tercer ciclo de la democracia electoral en América Latina", el viejo padrón de inestabilidad pasó a manifestarse en la interrupción anticipada de los mandatos presidenciales. El drama que en este momento vive Brasil, mirado desde este punto de vista, no es más que una perla más en el largo collar de las crisis políticas que singularizan a nuestra región.

Sin embargo, este patrón tan evidente de cambio acelerado convive con permanencias igualmente visibles. Se empecinan en sobrevivir creencias y estructuras políticas muy antiguas. En América Latina persiste el elitismo, que nos caracteriza al menos desde los tiempos de la colonia. Persiste el "jacobinismo" (la propensión a excluir al "otro"), que según Luis Alberto de Herrera aprendimos de la ilustración francesa en el contexto de las luchas por la independencia. Persiste la vocación tecnocrática que, aunque viene de más lejos, cobró un fuerte impulso hasta convertirse en tradición cuando desembarcó en estos pagos el positivismo (especialmente en la versión de Augusto Comte). Persiste el "miedo a la libertad" y la propensión a buscar refugio a cualquier precio en la autoridad (como Simón Bolívar, seguimos teniéndole más miedo a la "anarquía" que a la "tiranía").

Este pleito entre cambios y continuidades en el Cono Sur se ha manifestado con mucha claridad en el Cono Sur durante los últimos años. En Argentina, Brasil, Chile y Uruguay hemos asistido a cambios políticos de indudable relevancia. Acompañando una tendencia que abarcó casi toda América Latina, hemos tenido nuestras propias versiones del "giro a la izquierda". Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina, Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, de Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay, no solamente tuvieron una retórica de izquierda. Además, en mayor o menor medida, lograron dejar la impronta de su ideología en las políticas públicas. En particular, en todos ellos fue notoria la intención de promover mayores niveles de igualdad. En general, esta búsqueda fue de la mano de un aumento en el papel de las políticas públicas y de la intervención del Estado.

Los gobiernos de izquierda en la región, por cierto, no escaparon a la inercia del pasado. El kirchnerismo, en su momento, asumió siendo muy débil políticamente y hablando con timidez de la necesidad de "construir instituciones". Poco a poco se las ingenió para amasar un enorme capital político y para, fiel a la tradición rosista y peronista, concentrar todo el poder político que pudo. En Brasil, el Partido de los Trabajadores, anticapitalista en su raíz ideológica, experimentó una doble mutación que, a la larga le salió carísima. En primer lugar, para ganar la elección y permanecer en el poder, se adoptó al statu quo económico. En segundo lugar, para armar coaliciones de gobierno, aprendió a cambiar dinero por apoyo a sus políticas públicas. En Chile, primero en sus campañas electorales y más tarde desde la gestión, Bachelet intentó romper con la tradición tecnocrática y abrir más espacio a la participación social en las políticas públicas. Pero cada vez que sacó a la tecnocracia por la puerta se le coló por la ventana.

El Frente Amplio de Uruguay se conformó como organización política enarbolando la promesa de cambios de fondo tanto en la orientación de las políticas públicas como en la forma de gobernar. Aunque al cabo de diez años logró concretar innovaciones no triviales en diversos planos (reformas institucionales en políticas sociales, nueva política tributaria, medidas de promoción de la investigación científica, "revolución de los derechos", etcétera), como el PT, su hermano brasileño, terminó adaptándose mucho más de lo esperable al entorno social y político. Pero, tanto o más que la moderación de los cambios que llegó a concretar, sorprende su veloz "tradicionalización". El FA, que hunde sus raíces en la izquierda "iluminista", claudicó rápidamente frente al caudillismo, y luego de décadas de reclamar una gestión más profesional de las políticas públicas terminó apelando mucho más a la lealtad de los militantes que los expertos y sus saberes.

Cambiar regímenes políticos y sistemas electorales, derrocar gobiernos y presidentes, o incorporar novedades en las políticas públicas no parece ser tan difícil en toda nuestra región. En cambio, modificar la forma de hacer política sí representa un desafío de porte mayor. El pasado, las estructuras y tradiciones políticas, descargan sin piedad todo el peso de su inercia. Vale la pena tener esta advertencia presente ahora que, otra vez, parece querer asomarse lo nuevo.

(1) Smith clasifica el régimen político como democrático, semidemocrático, oligárquico o dictadura. Ver: Peter Smith (2004). "Los ciclos de democracia electoral en América Latina, 1900-2000". Política y gobierno XI (2): 189-228.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)