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15.10.18

En la escena política, el diálogo constructivo se convirtió en una rareza

(La Nación) En muchas ocasiones, la ciudadanía es rehén de estos juegos de poder en los que siempre ganan unos pocos, mientras todos pagamos las consecuencias. Como músicos de una orquesta anárquica, cada político intenta tocar más fuerte que su adversario. En definitiva, la imposición autoritaria busca más la anulación del otro que entablar algún tipo de relación que permita un crecimiento conjunto.
Por Nicolás José Isola

(La Nación) Fui padre hace dos años y medio. Como la mayoría de los padres, con frecuencia me encuentro invitando a mi hijo a acercarse a los otros: a saludarlos, a jugar y compartir con ellos, a responder preguntas que le hacen. Algo muy simple, que nos repitieron de chicos, y que sin embargo despreciamos reiteradamente de grandes.

Como sociedad, nos damos una y otra vez el lujo de cerrar las puertas al que piensa distinto o desde otro punto de vista. ¿Por qué reivindicamos el diálogo cuando educamos a los hijos, pero tenemos tantas limitaciones para ejercerlo en nuestra cotidianidad social y política? Parece una pregunta cándida, lo sé.

Se afirma que el diálogo se puede dar entre iguales o entre diferentes, pero no entre quienes piensen de modo antagónico. Hoy las redes sociales están minadas de antagonismos: la gente se pelea públicamente, se insulta y se bloquea (esa opción virtual que permite que el otro ya no exista para mí). Y nuestras formas de hacer política están impregnadas de estos modos sutiles de violencia internalizada; a veces no los advertimos, pero los ejercemos.

Aislados, nos volvemos aún más fanáticos de nuestras propias voces y sesgos. Nuestras creencias y marcos conceptuales se vuelven rígidos (y todo lo rígido ya está quebrado).

Una de esas formas de agresividad puede ser mostrarse con una sonrisa dialoguista, pero ser sordo a los reclamos. Otra, creer que todo se hace bien o considerar hasta el hartazgo que se tiene el mejor equipo, mientras la sociedad ve un constante recambio de jugadores en posiciones estratégicas. Hay muchos modos de comunicar mal, y no escuchar es quizás uno de ellos.

Muchos argentinos se resignan a no entablar diálogos porque dan por sentado que no tiene el menor sentido. ¿Para qué dialogar? En nuestra cotidianidad, tenemos internalizadas las frecuencias moduladas para detectar al "peroncho" o al "gorila" e ir tras ellos con un arsenal de argumentos caseros. Además de ponerle de prepo una etiqueta indeleble.

En una entrevista de 2009 sobre la situación argentina, Ernesto Laclau decía: "Falta que la gente perciba que la sociedad está dividida en dos campos. [...] Esas medidas progresistas tienen que ir cristalizándose a través de eslóganes y símbolos que vayan presentando una división radical de la sociedad. Como lo hicieron eslóganes del pasado, como 'Patria o coloniaje', 'Braden o Perón'. Ese tipo de cosas es lo que todavía está faltando para poner las cosas blanco sobre negro".

Es importante no olvidar que hay actores pensando en cómo fabricar estas polarizaciones. Incluso, algunos consideran que la política es eso, el arte de establecer tensiones para ir demoliendo oponentes. Lo peor es que funciona.

El kirchnerismo alentó esta polarización y supo extremarla. El "vamos por todo" cristalizó desde el Poder Ejecutivo esta veta autoritaria del llevarse puesto al otro sin importar los daños. Hoy, el maridaje entre barrabravas, políticos y sindicalistas sigue siendo un superclásico vernáculo de violencia explícita.

Sin embargo, esta tendencia hacia la polarización excede a la Argentina. Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil son dos ejemplos de peso de esta mirada binaria que no acepta grises.

Si se entiende a la democracia republicana como una organización del gobierno que, entre otras cosas, propone un espacio de debate y convivencia pacífica donde el respeto al otro (incluido el periodismo) está por encima de la imposición de la propia visión del mundo, entonces estos dos actores parecen manejarse por los bordes del sistema.

El quebrantamiento de la honestidad discursiva, las chicanas y hasta las fake news son parte de este juego desregulado del lenguaje político en el que, en general, gana el más inescrupuloso, que es el que sobrevive.

Así, la vida política se llena de piquetes que buscan que el otro se vea imposibilitado de pasar por la calle de la que alguien se ha apropiado. Y, admitámoslo, todos tenemos algo de piqueteros. Ni los jueces de la Corte Suprema se salvan.

Toda estas violencias institucionalizadas provocan un inconveniente muy serio: hacen difícil que algún proyecto sea viable.

En muchas ocasiones, la ciudadanía es rehén de estos juegos de poder en los que siempre ganan unos pocos, mientras todos pagamos las consecuencias.

Como músicos de una orquesta anárquica, cada político intenta tocar más fuerte que su adversario. En definitiva, la imposición autoritaria busca más la anulación del otro que entablar algún tipo de relación que permita un crecimiento conjunto.

Se milita en favor del silenciamiento ajeno, y si es posible, se manipulan sus palabras hasta neutralizarlas: nuestro fascismo light.

Miro nuevamente a mi hijo, pienso en su futuro y me vuelvo a preguntar: ¿por qué reivindicamos el diálogo cuando educamos a un niño, pero tenemos tantísimas limitaciones para practicarlo en nuestra cotidianidad social y política?

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)