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21.11.18

Miedo a decir lo que se piensa

(La Nación) No importa en qué posición se encuentre su discurso, estimado lector, ni desde dónde usted lo enuncie: alguien podrá estar más dispuesto al choque combativo y personalizado de lo que usted está dispuesto a decir su verdad. Estese alerta (y si es posible, calladito).
Por Nicolás José Isola

(La Nación) SAN PABLO.- Estamos hechos de palabras. Ellas nos constituyen y a través de ellas nos encontramos con otros. Sin embargo, muchas veces callamos por miedo. Meses atrás escribí en Twitter: "¿Somos conscientes de la cantidad de veces que alguien no tuitea una idea (no una barbaridad, una idea) por miedo a ser hostigado por lo que piensa?". Varias personas comenzaron a responder, incluso por mensaje privado, recordando la cantidad de veces que habían callado por temor. Una de ellas me dijo: "Muchas veces me quedo atragantada y no escribo por miedo. Otras escribo y luego borro por sentirme ignorada. Y diciendo esto, también puedo ser hostigada, juzgada o prejuzgada... En fin, la mordaza se viste de libertad".

Hay un oráculo en el pórtico de nuestros debates: "Cuidado. Todo puede ser usado en tu contra. Quieto". Vivimos editándonos. Algunos interlocutores expresaron que el hostigamiento era el precio que había que pagar por pensar distinto (como si pensar distinto trajese como consecuencia necesaria la agresión de quien no coincide). Estamos mal. Hace tiempo que se nos rompió la perillita del pluralismo y no suele haber repuestos en la ferretería de esta democracia que ha hecho de la tribuna futbolera un ícono inigualable del modo de encarar la conversación pública.

La segmentación aumenta cuando los mesurados se autocensuran -ya sea por temor o por cansancio-, dejando liberado el espacio a los extremistas y sus aplaudidores. El circo romano de este lenguaje binario se ha polarizado hasta el infinito. Agota. El patrullaje de la corrección política no colabora en que las personas puedan sentirse a gusto en decir con respeto lo que piensan. Sí, hay más policías ideológicos que tránsito de ideas.

En este bullying social de las redes, todos les avisamos a nuestros dedos que están metiéndose en peligro. Guardamos cosas en borrador para ver si decantan, les preguntamos a otros si decir esto o aquello puede ser malinterpretado (porque lo sabemos: si puede serlo, ¡lo será!). Vivimos así con la guardia alta, esperando el sopapo virtual por decir lo que pensamos. "No es miedo, es certeza de que vas a ser hostigado", me corrigió certeramente alguien. Ese hostigamiento atraviesa los diversos campos culturales: el periodístico, el intelectual, el académico, el político y muchos otros.

No importa en qué posición se encuentre su discurso, estimado lector, ni desde dónde usted lo enuncie: alguien podrá estar más dispuesto al choque combativo y personalizado de lo que usted está dispuesto a decir su verdad. Estese alerta (y si es posible, calladito).

Muchos no sobreviven en las redes a esta dinámica perturbadora. La hostilidad de los vecinos de barrio se les torna agobiante y la huida se transforma en una fuente aliviadora. Una buena parte de quienes salen al cruce son sujetos que en nombre de la libertad callan al resto; en pos de los valores progresistas, van pintando todas las puertas de los que no lo son. ¡Oh, bellezas del antipluralismo más rancio que se viste de open mind!

Es muy del fascismo vernáculo eso de perseguir a quienes piensan por fuera de los márgenes supuestamente preestablecidos. Son nuestros santos inquisidores de cabotaje. En Escritos de un viejo indecente, escrito en 1969, el controvertido escritor Charles Bukowski decía: "Todos tenemos miedo a ser maricas. Estoy harto de eso. Quizás debiéramos volvernos todos maricas y tranquilizarnos. [...] Hay demasiada gente con miedo a hablar contra los maricas, intelectualmente. Lo mismo que hay demasiada gente que tiene miedo a hablar contra la izquierda, intelectualmente. No me preocupa el rumbo que tome el asunto, solo sé que hay demasiada gente con miedo".

Afortunadamente, ya no le tememos a la homosexualidad. Algunos de nuestros miedos han desaparecido, otros han mutado, pero casi cincuenta años más tarde muchos de ellos siguen entre nosotros, vivitos y asustando. En nuestros dedos, en nuestros labios, en nuestras cabezas, siguen increpándonos: "Mejor callate, no vale la pena, no te expongas, no digas eso o vas a cobrar". Ese silencio miedoso es el anuncio tardío del peor de los otoños, ese en el que se nos marchitó una parte de nuestra libertad. Hay algo perverso y mágico: cuando la violencia está internalizada, ya no hacen faltan los censuradores. Han vencido. Sus voces nos habitan.

Filósofo y doctor en Ciencias Sociales

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)