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04.05.15

Bachelet y Rousseff se hunden donde CFK flota, ¿Triunfo del cinismo?

(TN) «Si vas a gobernar con una dosis importante de corrupción mejor renunciar al sistema republicano y entregarse de lleno al patrimonialismo, que la justicia no sea ni a medias independiente, ni mínimamente eficaz, que tampoco lo sean los medios de comunicación y el estado se parezca lo más posible a una caja negra, de la que no puedan surgir pruebas ni testimonios sobre los delitos cometidos, para que no haya o sean inefectivas las filtraciones o las delaciones».
Por Marcos Novaro

(TN) Si comparamos la situación que viven las tres presidentes actualmente en ejercicio en la región, Dilma Rousseff, Michelle Bachelet y Cristina Kirchner, podríamos sacar una conclusión decepcionante: conviene mentir y negarlo todo, y si te sorprenden mintiendo patear el tablero y ocultar las evidencias en la polvareda, porque reconocer errores y tratar de corregirlos es riesgoso, siempre implica costos y suele no ser premiado por los votantes.

Bachelet asumió el poder hace poco más de un año con más de 60% de aprobación. Pero al poco tiempo estalló un escándalo que involucró a su hijo en un caso de tráfico de influencias. Una acusación, convengamos, que no hubiera hecho mucho ruido entre nosotros, acostumbrados como estamos a que el hijo de la presidente y sus mismos progenitores estén sospechados desde hace años de administrar un emporio del fraude y el lavado de capitales y nadie de jamás una explicación.

Pero en Chile estas cosas se toman más en serio, así que el acusado renunció de inmediato a su puesto en el gobierno y se sometió junto a sus supuestos cómplices a una exhaustiva investigación judicial.

Pese a ese paso al costado, a que aparentemente sólo habría habido la tentativa de delinquir, y a que la presidente encaró una serie de medidas para promover la transparencia y combatir la corrupción, y pese también a que la economía chilena sigue creciendo y no hay problemas alarmantes en otras áreas del gobierno, la popularidad de Bachelet se derrumbó y hoy está entre 25 y 30 puntos.

Rousseff y sus compinches del PT parecen haber adquirido hábitos bastante más parecidos a los de nuestros gobernantes a lo largo de sus años de ejercicio continuado del poder. Pero la comparación entre la suerte de aquellos y estos también arroja algunas diferencias llamativas.

Rousseff reasumió la presidencia de Brasil en enero de este año, muy condicionada tanto por las mencionadas sospechas como por el estancamiento de la economía.

Cuando esas sospechas se confirmaron, por la confesión de un ex directivo de Petrobras, acorralado por los jueces, sobre la existencia de una extensa red de corrupción en la empresa y el gobierno, la popularidad presidencial se derrumbó. Y no se recuperó pese a que, igual que en ocasiones similares vividas durante su primer mandato (a diferencia no sólo de Cristina, también de Lula) echó funcionarios, prometió una amplia investigación y se sometió a los tribunales. Con sólo entre 13 y 15 puntos de imagen positiva, Rousseff enfrenta una opinión mayoritaria que no le cree o directamente quiere que se vaya.

¿Y por casa cómo andamos? CFK no logra tapar del todo los escándalos de corrupción que involucran a sus funcionarios, a su familia y sus amigotes empresarios, pese a que ha sometido a buena parte de la Justicia y los medios a sus dictados. Pero bastante bien se las arregla: negando las acusaciones, conservando de su lado y en sus cargos a los sospechosos, y echándole la culpa de las sospechas a jueces, fiscales y periodistas “conspiradores y reaccionarios”, mentirosos y amigos de los buitres y el imperialismo, ha conseguido que las causas se traben o abandonen, la corrupción siga sin importarle demasiado a la gran mayoría y muchos se cansen de las acusaciones que no conducen a ningún resultado.

Así, pese a que desde hace 7 años y medio gobierna en forma directa y 12 “en familia”, que hace casi 4 años que la economía no crece y la inflación no se detiene, y lo mismo sucede con otra cantidad de problemas sin solución a la vista, Cristina Kirchner todavía consigue que alrededor de 40% de los argentinos la aprecie y menos del 10% considere una prioridad hacer algo para combatir el abuso de poder y la malversación de recursos públicos.

Más aún: tiene chances de que resulte electo para sucederla una figura de su propio partido que aunque no es muy de su agrado tiene en común con ella que se preocupa muy poco por estos asuntos y tampoco puede explicar su patrimonio.

Moraleja: las situaciones intermedias no son estables, si vas a gobernar con una dosis importante de corrupción mejor renunciar al sistema republicano y entregarse de lleno al patrimonialismo, que la justicia no sea ni a medias independiente, ni mínimamente eficaz, que tampoco lo sean los medios de comunicación y el estado se parezca lo más posible a una caja negra, de la que no puedan surgir pruebas ni testimonios sobre los delitos cometidos, para que no haya o sean inefectivas las filtraciones o las delaciones.

Así lo ha hecho Argentina en estos años, y la relativamente buena salud de la Presidencia de CFK vis a vis las de sus pares de Brasil y Chile prueba que la receta puede funcionar. Al menos puede ofrecer bastante más estabilidad que repúblicas imperfectas como las de nuestros vecinos, sometidas a recurrentes tensiones entre actores e instituciones, que exponen incómodamente las mentiras y errores de los presidentes a ojos de sus ciudadanos.

Claro que, a la larga, si Brasil y Chile superan este momento de crisis, no se resignan y logran dentro de un tiempo volverse repúblicas menos imperfectas que hoy, la impopularidad que ahora sufren sus presidentas será recordada no sólo como un problema menor, sino como un tránsito necesario hacia mejores gobiernos.

Es la trayectoria que, mal o bien, vienen recorriendo desde sus transiciones democráticas y que les permitió aprender de la experiencia, incluidos los errores.

A principios de los años noventa Brasil echó a un presidente por corrupto, y en el cuarto de siglo siguiente su PBI pasó de duplicar el argentino a casi cuadruplicarlo. Chile desde hace años que tiene índices de satisfacción con su democracia muy inferiores a los argentinos, porciones importantes de su ciudadanía reclaman cambios en el sistema político, en la distribución de la riqueza y en muchos otros aspectos, pero su economía crece desde hace décadas sin inflación, sin leyes de emergencia, sin atajos fraudulentos. Frente a esos logros los de nuestro patrimonialismo criollo, aunque más o menos estable y popular en la última década, luce peor que mediocre.

Algunos análisis recientes sobre por qué la corrupción no parece ser un serio problema para nuestros ciudadanos y tiende a naturalizarse, a volverse parte del paisaje o del “costo de ser argentino”, recurren al conocido tópico cultural: nos gusta la anomia, no nos interesa que los gobiernos respeten la ley porque tampoco queremos respetarla nosotros, etc.

Esto es en parte cierto. Pero si no atendemos al costado institucional del problema terminamos echándole la culpa a la gente común de algo que es principalmente responsabilidad de quienes tienen en sus manos decidir: y pueden hacerlo para el lado de consolidar y reproducir el patrimonialismo, o para el de ponerlo en crisis, aun al precio de cierta inestabilidad, para que el orden republicano tenga todavía alguna chance de sobrevivir y prosperar.

Otros interpretan que, vistos los problemas que enfrentan países como Brasil y Chile, tal vez nos convenga adoptar otro modelo, uno estable aunque corrupto, del estilo del viejo PRI mexicano o el más nuevo putinismo ruso.

Muchos empresarios son particularmente sensibles a esta lógica: siguiéndola hasta el final justifican por qué es preferible para este final de ciclo una salida mediocre pero estable y segura, antes que el riesgo de un cambio que probablemente se frustre. Curiosa forma de aplicar el criterio de que para invertir hace falta seguridad jurídica: aunque más no sea una que asegure al poderoso salirse con la suya.

Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)