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05.10.18

Populismo, un término que pierde su sentido

(Clarín) Populista es Bolsonaro y populistas sus enemigos; populista Trump y populista Putin; Maduro y Salvini, Cristina y Orban, perros y cerdos. En la oscuridad, se sabe, todos los gatos son grises. Si el populismo es todo, el populismo está bien y nadie se escandaliza más de nada.
Por Loris Zanatta

(Clarín) Si todo es populismo, nada es populismo; si todos son populistas, nadie lo es; si los antipopulistas se vuelven populistas para derrotarlos, el populismo reina en todas partes. Populista es Bolsonaro y populistas sus enemigos, populista Trump y populista Putin, Maduro y Salvini, Cristina y Orban, perros y cerdos. En la oscuridad, se sabe, todos los gatos son grises: si el populismo es todo, el populismo está bien y nadie se escandaliza más de nada.

Ya sucedió: al abusar de ella, al expandirla e inflarla, esta palabra pierde de sentido. Cuanto más se usa, menos sirve. Hoy hemos llegado a este punto: más que explicar, confunde; más que aclarar, enturbia. Entonces, sólo quedan dos posibilidades: o se la abandona o se la define. La primera opción sería preferible, pero no es realista: si usamos esta palabra es porque el “pueblo” está en boca de todos. De ahí el nombre: populismo. Por lo tanto, no queda que entender su significado.

¿Sirve una nueva definición de populismo? ¡Por caridad! Ya tenemos suficientes: cada vez más largas y complejas. ¿Sirve poner en el índice a los supuestos populistas? Tampoco: un poco de populismo forma parte de todo sistema democrático.

Es cuestión de dosis: el problema es si se pasa la medida. Mejor, entonces, entender en qué consiste el populismo; y para hacerlo, imitar a los grandes chefs: sacar, no añadir ingredientes. El populismo cabe en pocas palabras: es una nostalgia de unanimidad, un sueño de redención; una utopía religiosa, en fin. ¿Es poco? Tal vez. O tal vez no.

A bien mirar, el relato populista es, en diversas formas, siempre el mismo, el más antiguo y simple que se conozca: hubo una vez un pueblo inocente y puro, próspero y feliz; vivía en armonía en el paraíso terrenal, libre de pecado. Pero de repente la tentación, el vicio, la división, atentaron contra sus virtudes; el diablo lo incitó al pecado original; desde entonces el conflicto amenaza su identidad, la discordia destroza su inocencia, el mal se abre espacio en sus entrañas. ¿Quién redimirá al pueblo del pecado?

Desde una mirada secular, en una perspectiva histórica, ese pueblo nunca existió, es una invención consoladora; es un mito y su fragmentación el fruto fisiológico del devenir histórico, que todo cambia y transforma, descompone y recompone.

Pero no por el populismo y su inspiración religiosa: para él, ese pueblo es el pueblo elegido y la historia no es la historia nada más, sino que es siempre historia de la salvación, historia providencial, el plan de Dios. Si el pueblo se “corrompe”, entonces, alguien lleva la “culpa”; es el demonio que ha puesto la cola: y el demonio se llama capitalismo para Castro o Maduro, inmigrante para Orban o Trump; es el hereje para la inquisición y el judío para Hitler; el corrupto para Beppe Grillo y la racionalidad ilustrada para el Papa Francisco. Nunca es un individuo específico; son grupos, cuerpos sociales que amenazan la unanimidad, la identidad, la “cultura” del pueblo “mítico”.

Si este es el caso, se entiende que el horizonte del populismo sea la tierra prometida, la expiación del pecado, el retorno del pueblo a la pureza original. Nada menos. Cada uno a su manera, cada uno con sus palabras, es lo que promete cada populismo: no más injusticia, pobreza, enfermedad, violencia, discordia. Y eso alimenta su épica: la lucha eterna del bien contra el mal. Pero cuidado: no es el contenido de este esquema lo que caracteriza al populismo, sino el esquema mismo, su brutal maniqueísmo.

¿Qué hay de mal en todo esto? Un detalle: es una visión del mundo incompatible con la democracia. Porque si la política es religión, si la historia es escatología, si las únicas alternativas posibles son la salvación y la condenación, la verdad y el error, se impondrá la conversión del diferente o su destrucción, la unanimidad sobre la pluralidad. La ilusión unanimista del populismo genera, tarde o temprano, la lucha fratricida: alemanes, italianos, españoles, argentinos, mexicanos, rusos, venezolanos, cubanos y muchos otros tendrían que haberlo aprendido; algunos lo han hecho más que otros.

Huelga decir que la epopeya populista no tiene rivales: al reducir la complejidad del mundo a dos polos, simplifica la realidad e impone opciones fáciles y obvias. ¿Cómo no elegir el bien? ¿Quién puede calentar de igual manera los corazones y movilizar las pasiones? Se podría entonces deducir que contra el populismo no hay nada que hacer; que no queda más que esperar a que descargue su furia redentora. Pero no lo creo.

Si tal es su naturaleza, el mejor antídoto es el mismo que terminó neutralizando el impulso totalitario de las grandes religiones: llamémoslo secularización. ¿A qué se debió la creciente autonomía entre política y religión? ¿Qué hizo que las Iglesias aprendieran a aceptar el pluralismo y la democracia en el mundo occidental? Pocos, pero fundamentales factores: la primacía de la razón, el rechazo al monopolio de la verdad, la negación de superioridades morales, el respeto de las minorías, el Estado de derecho por sobre la comunidad de fe.

Se requieren mucha paciencia y sangre fría, para no caer en la trampapopulista de convertirse en populistas a su vez; y tanta estabilidad democrática por tanto tiempo. Pero al final, el populismo puede normalizarse, su voz convertirse en una entre muchas, su pueblo en uno de tantos; su propuesta puede medirse sobre la base de la efectividad y la credibilidad, no de la fe y la devoción. Porque en la historia no hay tierra prometida ni pueblos elegidos; y la vida en sociedad es un ejercicio pragmático, agotador e imperfecto.

Fuente: Clarín (Buenos Aires, Argentina)