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24.10.18

Democracias, entre herejes y blasfemos

(Clarín) El ex presidente de Brasil, Lula; el ex ministro Julio De Vido, e incluso el ecuatoriano Rafael Correa, cuando su vicepresidente fue enviado a prisión, todos y más líderes en la mira de la Justicia evocan o evocaron la crucifixión de Cristo. ¿Por qué se comparan y buscan una investidura divina?
Por Loris Zanatta

(Clarín) No tomarás el nombre de Dios en vano, dice el segundo mandamiento. Ni siquiera el de su hijo, se supone. Sin embargo, el nombre de Cristo va de boca en boca: la tentación de evocarlo es tan fuerte, que pocos se resisten.

Como Cristo, insinuó sentirse el ex ministro Julio De Vido, traicionado por Judas, escribió, sacrificado en lugar de Barrabás. En su celda de Curitiba, Lula también lleva “la cruz” de Cristo: por eso muchos van en peregrinación. Cuando el vicepresidente ecuatoriano fue enviado a juicio por el caso Odebrecht, Rafael Correa lo defendió evocando la crucifixión de Cristo.

Los ejemplos son infinitos. No sé si son inocentes o culpables, si han sufrido injusticias o no. Me interesa más entender por qué se defienden invocándolo a Cristo.

Suena blasfemo, desproporcionado, algo cómico. Pero también en otras orillas se suele nombrar en vano a Cristo. No solo los que han caído; los poderosos y los ganadores están tentados a su vez de adueñarse de él: los caminos del victimismo son infinitos. Los más agitados son los fieles de Donald Trump.

¿Por qué la tienen tan tomada con él? ¿Por qué condenan todo lo que hace? Es el establishment que lo odia, dicen; igual que los fariseos odiaban a Jesús. ¡Cuántas veces Silvio Berlusconi se comparó con Cristo con los mismos argumentos! El consenso y el poder no son suficientes para ellos: buscan una investidura divina, el reconocimiento de que, como Cristo, son odiados por la revelación que encarnan, porque destruyen los antiguos ídolos.

Tenemos luego aquellos que están seguros de ser los herederos de Cristo, si no la reencarnación. “Cristo fue el primer socialista del mundo”, dice Evo Morales. “El primer comunista”, lo corregiría Fidel Castro, y miles con él: tanto, que si la Iglesia formara un estado, le confió a Frei Betto, “lo haría como el nuestro”, como el régimen cubano. Nosotros, observó el religioso brasileño, esto lo llamamos “plan de Dios en la historia”. Así entendido, Cristo no sería sino el anunciador del adviento de Fidel. Y de sus apóstoles: Rafael Correa, “formado en los preceptos de la teología de la liberación”; Lula da Silva, un militante cristiano; Daniel Ortega, quien hizo ministros a tres sacerdotes; especialmente Hugo Chávez: todos inspirados en “las ideas de Cristo”, se alegraba el viejo Fidel.

Quizás el caso más curioso sea el de las elecciones brasileñas. Casi uno diría que se vota sobre Cristo: no tanto sobre la mejor manera de gobernar el país, sino sobre la mayor o menor coherencia de los candidatos con el legado de Cristo. Como si este legado fuera unívoco y alguien fuera su dueño.

Así es como todos lo interpretan a su manera: los seguidores evangélicos de Bolsonaro evocan un Cristo viril y verdugo y se burlan de sus adversarios acusándolos de llevarlo a un gay pride. Estos, a su vez, Biblia en la mano, señalan las infinitas contradicciones con el texto sagrado de las proclamas de Bolsonaro. Cada uno a su manera se erige en Cristo en lucha contra el Anticristo.

¿Por qué tanto agitan el nombre de Cristo en vano? ¿Por qué tanta obsesión con su figura? ¿Por qué tantos esfuerzos para crearse un Cristo a medida?

Hay muchas explicaciones posibles, pero una se destaca entre todas: para colocarse por encima de todos los demás; para transformar la verdad de uno en verdad absoluta; para escapar de la fugacidad de la historia y conferir a su paso por ella la dignidad del “signo de Dios”.¿Tiene Cristo algo que ver con eso? Obviamente no. Con demasiada frecuencia las Iglesias, que de Cristo y su mensaje deberían ser guardianas, han dado crédito a quien lo usa como instrumento secular.

¿Entonces? Invocar a Cristo por razones políticas es antidemocrático: presupone que por encima de las instituciones que un país se ha dado y que gobiernan su vida pública, exista una fuente de legitimidad superior a la que algunos tienen acceso privilegiado y de la cual otros estarían excluidos.

Muchos lo llaman Cristo; pero puede ser llamado de otras mil maneras: Partido, Raza, Clase, Nación. Cristo se trasnforma así en fetiche. El hecho de que sea tan común y frecuente nos recuerda cuánto son jóvenes, frágiles y precarios los cimientos de nuestras democracias.

Pocos lo entendieron tan bien como Dietrich Bonhoeffer. Quizás porque era un teólogo luterano criado en un ambiente laico y burgués; porque luchó contra el nazismo y pagó el precio. Pero no le escapó la pretensión del régimen de poseer una investidura de tipo religioso, ni la gran tolerancia por parte de las iglesias cristianas.

Después de la guerra, por lo tanto, reflexionó mucho sobre la relación entre democracia y religión. Y sacó sus conclusiones: en la vida pública, escribió, sería preferible comportarse “como si Dios no existiera”. ¡Herejía!

¿Se habría convertido entonces en ateo? ¿Era un “laicista extremo”, algo de lo que hoy muchos lo acusarían escandalizados? Ni en sueños.

Lo que importa en democracia, quiso decir, no es invocar a Cristo o algún otro Absoluto; Es la capacidad de persuasión mutua, basada en argumentos racionales.

Porque la democracia es el espacio público donde todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes, comparan sus argumentos y siguen procedimientos de decisión consensuados, sin pretender que sus verdades de fe prevalezcan a priori. No hay mejor definición de la necesaria autonomía entre política y religión; de la autonomía que le conviene a ambas. En política, Cristo es un arma impropia. Déjenlo en paz.

Fuente: Diario Clarín (Buenos Aires, Argentina)