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14.05.19

La Fiscalía necesita reformularse

(El Líbero) A 20 años de iniciada el nuevo sistema procesal penal, el Ministerio Público necesita una reforma que clarifique la relación de autoridad entre la Fiscalía Nacional y los fiscales regionales, mecanismos que permitan mayor transparencia y menos sospechas de acuerdos bajo la mesa en la forma en que se nombra el Fiscal Nacional.
Por Patricio Navia

(El Líbero) El triste espectáculo que está dando el Ministerio Público producto de las acusaciones cruzadas entre el fiscal regional de O’Higgins Emiliano Arias y el fiscal de alta complejidad de la misma región Sergio Moya subrayan la urgencia de una reforma a la fiscalía. Porque en ninguna democracia las instituciones funcionan sin adecuada fiscalización, se debe diseñar un mecanismo que permita la existencia de un órgano externo de fiscalización a los fiscales.

Desde que gradualmente se comenzara a implementar la reforma procesal penal en dos regiones de Chile el año 2000, el Ministerio Público ha ido adquiriendo la importancia y poder que se esperaba tuviera cuando se promulgó la reforma constitucional de 1997. Comenzando con Guillermo Piedrabuena (1999-2007), tres fiscales nacionales han marcado la evolución del Ministerio Público. Después que Piedrabuena liderada la gradual implementación del nuevo sistema en todo el país —la Región Metropolitana fue la última en incorporarse en 2005—, Sabas Chahuán (2007-2015) debió emprender un proceso de consolidación. Desafortunadamente, en sus últimos meses Chahuán debió enfrentar el estallido de los escándalos de financiamiento irregular de la política y el escándalo de posible tráfico de influencias que involucraba al hijo y nuera de la entonces presidenta Michelle Bachelet.

La forma en que se desenvolvieron ambos escándalos reflejó una creciente tensión entre la fiscalía nacional y las 19 fiscalías regionales —la Región Metropolitana tiene 4 fiscalías. Si bien esa tensión ya se había hecho presente con algunos casos de alta connotación pública, especialmente en la Región de la Araucanía, los casos de Penta y SQM mostraron que había diferentes interpretaciones sobre qué autonomía tenían los fiscales regionales para decidir cómo avanzar sus investigaciones.

Los casos de financiamiento irregular de la política también subrayaron otro problema evidente. La facilidad con que se filtraban documentos e información que supuestamente debía ser secreta dejaba en claro que varios fiscales regionales eran incapaces de asegurar que se respetaran las reglas y los derechos de los imputados. Si bien la prensa ejerció adecuadamente su derecho de publicar información de interés público a la que tenía acceso, la Fiscalía hizo un pésimo trabajo velando por mantener el secreto de las investigaciones. Muchos observadores comprensiblemente llegaron a sospechar que las filtraciones a la prensa provenían de personas al interior de la Fiscalía que, selectivamente, entregaban información a los medios para intentar ganar el juicio de la opinión pública en circunstancia que la evidencia no sería suficiente para lograr condenas ante el sistema judicial. El hecho que la gran mayoría de los políticos inicialmente involucrados, investigados, imputados e incluso acusados por la Fiscalía hayan sido sobreseídos o hasta ahora no han sido condenados alimenta las sospechas de que los fiscales solo podía ganar el juicio de la opinión pública y no el juicio en los tribunales.

La forma en que se produjo el nombramiento de Jorge Abbott en 2015 demostró el especial interés que tenía la clase política en influir sobre quién estaría a cargo de las investigaciones judiciales. Si bien hay legítimas discrepancias sobre cómo se debiera producir el proceso de nombramiento del Fiscal Nacional, cuesta encontrar personas que crean que la forma en que Abbott fue nombrado a su cargo es la más adecuada. Pero además del problema de legitimidad de origen que tiene Abbott, su periodo en el poder ha dejado en claro que ha ido en aumento la tensión que existe entre la Fiscalía Nacional y las fiscalías regionales respecto a la autonomía que deben tener estas últimas.

La polémica reciente generada por el conflicto entre Arias y Moya desnuda un problema más amplio de autoridad al interior de la Fiscalía, pero también respecto a qué tanto apego a la ley y a los procedimientos existe entre los fiscales. Las acusaciones, y la evidencia hasta ahora disponible —por nuevas filtraciones a los medios de prensa— alimenta sospechas de abuso de poder con decisiones discrecionales discriminatorias, violación de protocolos (incluyendo a fiscales que se llevan evidencia a la casa), tendencia a querer ser influencers en redes sociales entre los fiscales e interacciones impropias entre fiscales y miembros de la clase política.

Como la institucionalidad vigente deposita en la propia Fiscalía la potestad de investigar denuncias por irregularidades cometidas por los propios fiscales, es evidente que se requiere de una reforma. A 20 años de iniciado el nuevo sistema procesal penal, el Ministerio Público necesita una reforma que clarifique la relación de autoridad entre la Fiscalía Nacional y los fiscales regionales, mecanismos que permitan mayor transparencia y menos sospechas de acuerdos bajo la mesa en la forma en que se nombra el Fiscal Nacional y, por sobre todo, un nuevo sistema que establezca una institucionalidad que permita fiscalizar adecuadamente a los propios fiscales en el desempeño de sus importantes tareas.

Fuente: El Líbero (Santiago, Chile)