Artículos

17.01.19

Wild Wild Country

La historia de Rajneeshpuram tal como la cuenta Wild Wild Country, dirigida por Chapman y MacIain Way (Netflix, 2018), es relevante por las preguntas que plantea acerca de los límites de la autoridad estatal sobre sus habitantes organizados.
Por Adrián Lucardi

En 1981, el gurú indio Bhagwan Shree Rajneesh –luego conocido como Osho– y un grupo de seguidores establecieron una comuna en el estado de Oregon, Estados Unidos, que duraría hasta 1985. En seis episodios de una hora, Wild Wild Country, dirigida por Chapman y MacIain Way (Netflix, 2018), cuenta la historia de la misma, poniendo especial atención en el enfrentamiento entre los sanniasins –como los seguidores de Rajneesh eran conocidos– y las autoridades norteamericanas.

El punto más alto de la miniserie es la narración de los hechos, algunos de ellos con ribetes dignos de una novela del realismo mágico latinoamericano. En un rancho ubicado en el medio de la nada (la población más cercana, el pueblo de Antelope, contaba con menos de 50 habitantes), el gurú y sus seguidores establecieron una ciudad que incluía desde complejos residenciales hasta una pista de aterrizaje, así como múltiples espacios de estacionamiento para los Rolls Royce del líder. Vale notar que la descripción de la comuna como una “ciudad” es literal: de acuerdo con la legislación vigente en el estado de Oregon, bastaban 150 residentes para establecer una ciudad, y los residentes en la comuna superaban ampliamente esa cifra. Rajneeshpuram, como la llamaron, pasó a contar tanto con alcalde como con cuerpo de policía propio, con todos los beneficios que ello conlleva en términos de acceso a las armas o las bases de datos de la policía.

Pero el establecimiento legal de una ciudad también genera obligaciones. En particular, la separación entre Iglesia y Estado consagrada por la constitución de los Estados Unidos implica que las autoridades civiles no pueden –no deben– estar sujetas a las órdenes de una figura religiosa. En Rajneeshpuram, cuyo nombre homenajeaba a un líder religioso que vivía en el lugar y cuyos seguidores vestían (casi) invariablemente uniformes naranjas característicos del movimiento, la ficción era difícil de defender. En muchos lugares, el uso de símbolos o lenguaje religioso por parte de las autoridades civiles genera conflictos legales; en Rajneeshpuram, la posible sujeción de las autoridades civiles a Rajneesh creaba un problema potencialmente mucho más grave.

Al respecto, el comportamiento de los sanniasins en los conflictos suscitados con sus vecinos es revelador. Los residentes de Antelope, en su mayoría jubilados de escasos recursos que aspiraban a un retiro tranquilo, vieron con malos ojos el establecimiento de la comuna. La respuesta de los miembros de ésta consistió en literalmente tomar Antelope por asalto: aprovechando su superioridad numérica, enviaron a miembros de la comuna a establecer su residencia en el pueblo y aprovecharon la siguiente elección local para quedarse con el gobierno. La secretaria personal de Rajneesh y mujer fuerte de la comuna, Ma Anand Sheela, se convirtió en una figura visible en los medios, pero su estilo mordaz y combativo solo sirvió para granjearse más –y más encarnizados– enemigos. Para evitar quedar aislados políticamente, los sanniasins se propusieron ganar las elecciones en el condado de Wasco: la prensa empezó a reportar que miles de personas sin techo de todo el país estaban siendo despachados a Rajneeshpuram con todos los gastos pagos para radicarse en la comuna –y, presumiblemente, votar. El resultado fue una batalla legal sobre el derecho al voto de los nuevos residentes, y un intento de intoxicación con salmonela a los habitantes de la vecina ciudad de Dalles. Finalmente, la comuna se empezó a desintegrar cuando Rajneesh se peleó con Sheela, acusándola de haberle ocultado su participación en numerosos crímenes –incluyendo la intoxicación con salmonela. Sheela huyó de la comuna en avión, pero sería luego detenida y condenada a prisión. Temiendo que una orden de arresto generase un enfrentamiento masivo con los sanniasins, las autoridades judiciales trataron a Rajneesh con guantes de seda: a cambio de declararse culpable de un delito menor –conspiración para traer inmigrantes de manera ilegal–, el gurú fue expulsado de los Estados Unidos, pero evitó la cárcel. Su partida significó el fin de la comuna: algunos miembros siguieron al líder a la India; los más simplemente se dispersaron.

La historia de Rajneeshpuram tal como la cuenta Wild Wild Country es relevante por las preguntas que plantea acerca de los límites de la autoridad estatal sobre sus habitantes organizados. Por un lado, es obvio que bajo las leyes estadounidenses, los habitantes de Rajneeshpuram gozaban del derecho a asociarse y practicar su religión. Por otro, hay buenas razones para impedir que las comunidades religiosas dispongan del poder de recaudar impuestos, mantener el orden y aplicar la ley. Pero la justificación va más allá que la necesidad de separar a las autoridades terrenales de las religiosas. Las entrevistas incluidas en Wild Wild Country no dejan dudas sobre el férreo control que Sheela ejercía sobre Rajneeshpuram y sus habitantes, ni de que cualquier intento de cuestionar su autoridad no sería tolerado. El hecho de que muchos habitantes hubieran hecho una importante inversión tanto material como emocional en la comuna –no solo dejando todas sus pertenencias para emigrar a Rajneeshpuram, sino también cortando sus vínculos afectivos con amigos y familia– solo reforzaban dicho poder: la amenaza de expulsar a los díscolos –amenaza enteramente en línea con la libertad de asociación, vale agregar– daba a Sheela un enorme poder sobre cualquiera que cuestionara su autoridad. Como cuenta una de las protagonistas, ese poder le permitiría a Sheela conseguir colaboración para proyectos criminales, como intoxicar toda una ciudad o planear el asesinato de gente cercana al propio Rajneesh.

En su libro Anarquía, Estado y Utopía (1971), el filósofo libertario Robert Nozick imaginó a la utopía como una sociedad fragmentada en microcomunidades, cada una orientada a un modo de vida diferente. Si hubiera una comunidad para los comunistas ateos que quisieran obtener de cada uno según su capacidad y distribuirlo según su necesidad; otra para ateos capitalistas; otra para capitalistas protestantes (o católicos, o musulmanes, o judíos); otra para quienes sean religiosos pero crean que sus hijos deben recibir educación sexual en las escuelas; otra para quienes su religión les prohíbe recibir educación sexual; otra para nudistas (de distintas religiones, o ninguna); otra para quienes consideran inaceptable mostrar piel más allá de las rodillas; otra para vegetarianos, o veganos, o para quienes no comen determinados animales; otra para mujeres que quieren vivir sin contacto masculino, o para hombres que quieren vivir sin mujeres; entonces simplemente elegiríamos la (micro)comunidad que mejor se adecue a nuestras inclinaciones, y llevaríamos la vida que queremos junto a aquéllos que tienen preferencias similares. El problema, tal como como se observa en Wild Wild Country, es que incluso en comunidades pequeñas –Rajneeshpuram nunca tuvo más que unos miles de habitantes–, algunas personas pueden tener mucho poder sobre otras. Y la extensión de dicho poder está directamente relacionada con el tamaño de la inversión material y/o emocional requerida para ingresar a una comunidad. El punto es que incluso si existe la posibilidad teórica de abandonar la comunidad, el costo de hacerlo puede ser (percibido como) casi intolerable. Huelga decir que los líderes tienen fuertes incentivos para reforzar la percepción de que los costos de salida son altísimos.

Para concluir, vale la pena mencionar algunos temas que el documental no trata. En primer lugar, si bien la presencia carismática de Rajneesh es obvia, nunca queda del todo claro por dónde pasaba su atractivo o qué veían sus seguidores en él. Gurúes hay muchos; por qué Rajneesh fue tan exitoso sigue siendo un misterio. Segundo, si bien queda claro que Sheela era la figura dominante en la comuna, vemos muy poco sobre la vida interna de ésta, sobre por qué (¿si?) Rajneesh aceptó darle tanto poder a su secretaria, y en qué medida los que estaban descontentos con Sheela podían frenar o sabotear sus decisiones, aunque no fuera abiertamente. En tercer lugar, las razones de la ruptura entre Sheela y Rajneesh, incluyendo la sorpresiva fuga de la primera y la medida en que el segundo estaba al tanto de (¿y alentó?) la huida, no quedan para nada claros. Por último, las entrevistas a las autoridades judiciales que se enfrentaron a la comuna delatan una honda preocupación sobre la amenaza planteada por Rajneesh y Sheela, así como por la legalidad de las acciones emprendidas por éstos. En la práctica, sin embargo, Rajneesh solo fue acusado de un crimen menor y expulsado de Estados Unidos, en tanto que Sheela recibió veinte años de cárcel pero salió en libertad condicional en menos de cuatro. Si las acciones de Rajneesh y Sheela eran tan graves y merecían un despliegue judicial tan extendido, ¿por qué las autoridades se contentaron con tan poco? ¿O es que, como señalan los miembros de la comuna, las autoridades se agarraron de cualquier excusa para destruir un experimento que estaba funcionando? La falta de preguntas y repreguntas (no está claro si producto de una decisión editorial o condición impuesta por los entrevistados) a personajes relevantes en la historia (incluida Sheela; el abogado personal de Rajneesh y alcalde de Rajneeshpuram; y el fiscal estatal que llevó adelante el caso) hace imposible indagar en esas cuestiones: cada uno cuenta su versión de lo que pasó, pero teniendo la libertad de esquivar temas espinosos o aclarar afirmaciones contradictorias. A la vez, cada uno de los cuatro temas recién mencionados es lo suficientemente largo e interesante para merecer un libro (o un documental) por separado.