Artículos

06.09.10

El dualismo K destruye la normal competencia democrática

Por Pablo Díaz de Brito

El dualismo discursivo, y sobre todo ético, que establece el actual canon oficial: dictadura-neoliberalismo-genocidas- vs. pueblo-resistencia popular-desaparecidos, es contrario a toda construcción o visión de la historia propia de una democracia mediamente avanzada y seriamente republicana. Por esto, quienes se "comen" la psicopateada que propalan hoy los medios oficialistas y no sólo oficialistas, caen en una trampa: si están contra el genocidio -y ¿cómo no estarlo?-, deben estar también contra el "neoliberalismo", ergo contra la economía de mercado y su expansión o estimulación (que eso es, más o menos, el "neoliberalismo").

La persona o medio que "compra" esta construcción no puede entonces establecer -porque ese lugar, psicológico, teórico y discursivo, ya está ocupado por este "relato", que acaba de hacer suyo-, un panorama histórico equilibrado que habilite la normal dialéctica política derecha-izquierda (ambas democráticas, claro, y ambas legítimas), propia de una democracia madura o avanzada.

Por ejemplo, sobre la violencia de los años 70, el demócrata sincero está obligado a condenar a las dictaduras militares y sus crímenes, como es lógico, pero la izquierda autoritaria no se siente compelida a realizar una revisión autocrítica de su apoyo militante a las dictaduras de izquierda de esa época, y al contrario, en muchos casos las sigue reivindicando.

Por otro lado, los K no son unos anticapitalistas rabiosos, porque su tan mentado modelo se nutre de la renta que le quitan a la economía de mercado. Pero sí son radicales como Chávez o Evo en la construcción de la historiografía oficial que intenta imponer cómo la sociedad debe ver su propio pasado político. Desde esta radicalidad, es imposible construir una política democrática balanceada, donde se le reconoce al adversario (en este caso, la derecha democrática o centroderecha, más o menos liberal y pro mercado en diverso grado) el mismo status político y ético que se autoasigna el progresista, o sea el de ser un actor político democrático legítimo. Así ocurre entre socialdemócratas y democristianos en Europa, entre demócratas y republicanos en Estados Unidos (aun cuando, como pasa hoy, haya períodos de polarización, que no es lo mismo que radicalización). Esto es imposible en el sistema o dispositivo K: los adversarios son los herederos de los genocidas; de Martínez de Hoz, y su sola y tímida reivindicación de la economía de mercado lo prueba.

Con la instauración del poder K y esta narración maniquea, la democracia, tal como se la practica en los países políticamente desarrollados, es -si no imposible- muy ardua, como se comprueba efectivamente hoy en la Argentina. De un lado, están los defensores del gobierno popular, del otro, la derecha, o los idiotas útiles que transigen con los grupos mediáticos (Pino Solanas) a cambio de tener pantalla.

Esta maniqueización bloquea la normal competencia democrática, dado que se debe luchar denodadamente contra el enemigo, derrotarlo definitivamente para que triunfe la causa popular, y no solamente ganarle un turno electoral a un adversario al que se respeta.

Es por la gravedad de esta lucha suprema que muchas personas respetables dejan de lado la crítica, no ya a los turbios negocios del gobierno, sino a la manipulación brutal de los medios estatales como Canal 7. Creen seriamente que se está ante un parteaguas histórico que repropone la vieja ola revolucionaria de los 60 y 70, y que no hay otra opción que ponerse el casco y bajar a la trinchera llena de barro de los K.