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19.10.10

De la sociedad pretoriana a la sociedad judicializada

Es posible que las diferencias respecto a la sustancia de las políticas sean muy grandes, pero los medios empleados para procesar dichas diferencias sean aceptados por todos. En la medida en que hay acuerdo sobre los medios, las decisiones gubernamentales tienden a ser obedecidas más allá de las críticas que merezcan.
Por Adrián Lucardi

En su libro El orden político en las sociedades en cambio (1968), el politólogo norteamericano Samuel P. Huntington introdujo el concepto de “sociedad pretoriana” para referirse a aquellos sistemas políticos en los cuales no existen instituciones comúnmente aceptadas que permitan mediar en los conflictos entre distintas fuerzas sociales y políticas. En consecuencia, cada sector hace política echando mano al arma que encuentra más eficaz: “ los ricos sobornan; los estudiantes arman disturbios; los obreros van a la huelga; las masas se manifiestan; y los militares hacen golpes ” (p. 196).

En otras palabras, en las sociedades pretorianas los golpes militares no son aberraciones aisladas, sino la consecuencia de un problema más profundo. La aclaración es importante, porque indica que desterrar los golpes militares como alternativa política no necesariamente implica terminar con el pretorianismo: en la Argentina actual los militares son mansos, pero los sindicatos bloquean fábricas, los estudiantes universitarios toman facultades, los estudiantes secundarios, los piqueteros y los ruralistas cortan calles y rutas, un grupito de asambleístas corta un puente y dirige la política exterior con Uruguay, y un gobierno provincial incumple sistemáticamente con una orden de la Corte Suprema.

Por supuesto, ello representa un enorme avance respecto a la situación predominante entre 1930 y 1983: las formas más extremas de violencia están completamente deslegitimadas como herramienta política, y las elecciones son vistas como el único mecanismo aceptable para acceder al poder. Pero los ejemplos presentados más arriba indican que los argentinos aún no terminamos de aprender a procesar institucionalmente nuestras diferencias. El correlato de ello es el creciente recurso al corte de rutas o a la judicialización de los reclamos que no son satisfechos por las autoridades. Como formas de resolver conflictos políticos, ambos mecanismos son problemáticos, y potencialmente antidemocráticos.

En primer lugar, el corte de calles y rutas no sólo implica violar derechos de terceros para satisfacer un reclamo sectorial; también significa que grupos muy pequeños (pero bien organizados) pueden imponer decisiones que la amplia mayoría de la sociedad rechaza. En segundo lugar, la Justicia debería limitarse a resolver los conflictos entre privados, no reclamos políticos más amplios. Por supuesto, existen muy buenas razones para que el Poder Judicial se encargue de controlar la constitucionalidad de las decisiones políticas, pero eso es muy distinto a acudir a la justicia cada vez que el gobierno y la oposición tienen diferencias políticas. Además de distraer a los jueces de sus verdaderas funciones, esta práctica es potencialmente antidemocrática, porque desplaza el centro de toma de decisiones de las autoridades electas a los jueces.

Claro que ello también requiere que los actores políticos (y especialmente el gobierno de turno, que es el más poderoso de todos) acepten la norma informal de que hay ciertos límites que no se deben traspasar. Si no lo hacen (y el actual gobierno es particularmente propenso a tomar decisiones arbitrarias y discrecionales), la judicialización de la política es inevitable, y el límite entre los reclamos judiciales justificados y los frívolos se torna borroso.

Que quede claro: el problema no es la existencia de conflictos sociales, ni tampoco que dichos conflictos muchas veces se expresen en un lenguaje destemplado. El conflicto es inherente a la vida social, y (como Huntington lo sabía muy bien), la pretensión de negar su existencia sólo conduce a mayores conflictos en el largo plazo. Tampoco se trata de que las decisiones del gobierno nos tengan que gustar; uno puede ser muy crítico de las políticas implementadas por las autoridades, y sin embargo reconocer que dichas diferencias se tienen que procesar políticamente.

En otras palabras, es posible que las diferencias respecto a la sustancia de las políticas sean muy grandes, pero los medios empleados para procesar dichas diferencias sean aceptados por todos. En la medida en que hay acuerdo sobre los medios, las decisiones gubernamentales tienden a ser obedecidas más allá de las críticas que merezcan, pero ello requiere que las autoridades acepten autolimitarse en cuanto a los medios que deciden emplear. Cuando no hay acuerdo sobre los medios, en cambio (y lamentablemente, el gobierno nacional no contribuye mucho en ese sentido), cada parte traspasa los límites “preventivamente” para no quedar en desventaja; por ende, todos creen que los límites van a ser traspasados, y actúan en consecuencia. Los argentinos ya dimos un enorme paso en dirección a la democracia; sería bueno que ahora empecemos a pensar que las instituciones democráticas funcionan mejor cuando existen algunas normas informales que todos respetan.

Adrián Lucardi es Investigador Asociado del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL) y doctorando en la Washington University in St. Louis.