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07.06.13

Las instituciones argentinas dan pena, pero no se caen

(Diario Río Negro) Para nuestra desazón, a 37 años del último golpe, muchos de los factores políticos que los desencadenaban siguen presentes. Poco queda de la democracia republicana de 1983, desplazada por un desconcertante autoritarismo de raíz democrática anti republicana. El juego político está obstruido y las posibilidades de la discusión, e inclusive de la alternancia están disminuidas. Hay muchas razones para el pesimismo, pero es posible una lectura complementaria, más optimista. En otros tiempos, una crisis política como la actual se habría resuelto mediante un golpe.
Por Luis Alberto Romero

(Diario Río Negro) En estos días se cumplen  70 años de la revolución del 4 de junio de 1943. Es el menos famoso de una serie de golpes militares que con regularidad casi rítmica se sucedieron hasta 1983. Evocar esa regularidad nos recuerda que ya no hay más golpes. Como otrora, hoy padecemos de desventuras republicanas, enfrentamientos facciosos, sueños de eternidad y delirios destituyentes.  De un modo u otro, todos son parte de nuestra crisis política actual, que es aguda. No sabemos bien cómo se resolverá, pero nadie imagina que sea a través de un golpe militar. Deberá ser con las instituciones, y esto es bueno.

No todas las intervenciones militares fueron iguales. En el siglo XIX las revoluciones armadas tuvieron un lugar legítimo y hasta honroso en la política. Los historiadores subrayan hoy la fuerza de la idea del ciudadano en armas, que defiende sus libertades y la república. También señalan la importancia de las milicias cívicas, que remontan a 1806 y perduraron hasta fines del siglo XIX, cuando las desplazó el ejército profesional y la conscripción. Finalmente, recuerdan la legitimidad del recurso a las armas y el carácter cívico-militar de las revoluciones. La de 1874, que encabezó el general Mitre; la de 1890, cuando medio país político  estuvo en el Parque; la de 1905, que organizó Yrigoyen. También puede incluirse en esta lista el golpe de 1930, en el que participaron pocos militares y muchos civiles, tan activos como ineficaces.

Ya en 1930 comenzó a aparecer un elemento nuevo: el mesianismo militar. Imbuidas de nacionalismo, las fuerzas armadas se consideraron responsables de custodiar los valores superiores de la patria, por encima de los partidos políticos y aún de la Constitución. Luego fueron conquistadas por el catolicismo integrista. De ahí en más, la conjunción de la espada y la cruz las dotó de la convicción de cruzados regeneradores, manifiesta en los golpes de 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Pero este mesianismo solo pudo instalarse asociado con otro factor: la apelación desde el mundo político para que los militares vinieran a resolver lo que no podían hacer mediante los recursos institucionales. Unos llamaron y los otros concurrieron gustosos.

Esto nos remite a los problemas que a lo largo del siglo XX la democracia ha tenido con las instituciones y con el pluralismo. Desde la ley Sáenz Peña la democracia -Yrigoyen, Perón, Frondizi inclusive- tuvo poca afinidad con la división de poderes y con las minorías. Predominó una concepción unanimista, que identificó al movimiento político dominante con la nación, y relegó al otro al lugar del enemigo del pueblo.

Pero los otros existían, aunque no fueran reconocidos, y el bloqueo de los mecanismos de inclusión, discusión y alternancia le dio a la política un contenido fuertemente faccioso. Los excluidos, sin expectativas de cambiar la situación por vías normales, recurrieron una y otra vez al ejército. Así lo hicieron en 1930 los enemigos de Yrigoyen, que eran muchos y diversos. Muchos políticos creyeron ser los mentores del golpe del 4 de junio de 1943. En 1955 fueron los antiperonistas, a los que se sumó el nacionalismo católico. En 1962 muchos estaban decididos a voltear a Frondizi, comenzando por el radicalismo del pueblo. El golpe de 1966 ya se anunció en 1963, cuando muchas fuerzas políticas y corporativas depositaron sus esperanzas en la espada de un Franco argentino. Fueron muchos más -es sabido- en 1976.

Los militares siempre estuvieron dispuestos. Luego de 1955, a su mesianismo tradicional se sumó el anticomunismo, y se postularon como los guardianes de la civilización occidental y cristiana. Desde entonces las crisis políticas fueron mucho más complejas, la institucionalidad mucho más débil -buena parte de la política pasaba por lo que se llamó el “parlamento negro”- y la exacerbación facciosa mucho mayor, de modo que el golpe pareció el modo natural, inevitable y fácil de resolverlas.

En 1983, después de constatar que sólo sumaban padecimientos y no aportaban soluciones, los golpes militares fueron unánimemente condenados y también castigados por la ley. A la vez, con la ilusión democrática se instaló la expectativa de que el faccionalismo había acabado y que las diferencias podían resolverse mediante la discusión y los argumentos. Del lado de los civiles apenas hubo algún coqueteo castrense, poco trascendente. Del de los militares, muy desprestigiados, hubo más preocupación por la supervivencia personal e institucional que por reincidir en la política. Durante todo el ciclo “carapintada” solo se oyeron declaraciones suyas de acatamiento a las instituciones.

Para nuestra desazón, a 37 años del último golpe, muchos de los factores políticos que los desencadenaban siguen presentes. El gobierno declara ser la expresión del pueblo y la nación, contra el que supuestamente se alza el poder de distintas corporaciones, y de otros enemigos de dentro y de fuera. Fantasías, sin duda, pero que alimentan una política que no ha dejado de ser facciosa y excluyente. El país está hoy dividido por una brecha ideológica y política tanto o más grande que las anteriores.

Por otro lado, el presidente ha concentrado un gran poder, en nombre de la mayoría y a costa de hacer jirones las instituciones de la república. Ha sido sistemáticamente destituyente. Poco queda de la democracia republicana de 1983, desplazada por un desconcertante autoritarismo de raíz democrática anti republicana. El juego político está obstruido y las posibilidades de la discusión, e inclusive de la alternancia están disminuidas. De un lado hay un grupo gobernante encastillado, sostenido por una parte de los votantes, y del otro un conjunto de opiniones disidentes que no encuentra el espacio para constituirse en oposición, o que no sabe hacerlo.

¿Cómo valorar esta situación? ¿Estamos realmente muy mal, o no tanto? Según nuestro talante pesimista u optimista, podemos subrayar el vaso medio lleno o medio vacío. Hay muchas razones para el pesimismo, sobre todo si se recuerdan las ilusiones de 1983 y se hace la cuenta de lo que no fue; o simplemente si se piensa en lo que, desde una perspectiva democrática y republicana, no debe ser.

Pero es posible una lectura complementaria, más optimista. En otros tiempos, una crisis política como la actual se habría resuelto mediante un golpe, dado por los opositores o quizá por el propio gobierno, al estilo del “18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte”. No es el caso. Aunque nuestra crisis política tiene una salida todavía oscura, existe un consenso de que la resolución debe desarrollarse dentro de las vías institucionales La intensa lucha política que hoy se libra se desarrolla dentro de ellas. No son las instituciones ideales. Están tironeadas, deformadas, manoseadas, vaciadas de sentido. Todo eso es cierto. Pero siguen siendo el contexto del conflicto. No hay un Deus ex machina.

Desde esta perspectiva, podemos examinar una realidad interesante: cómo los protagonistas del conflicto se las arreglan para instrumentar los mecanismos institucionales y para sacar de cada uno de ellos recursos inesperados. Cómo aprenden, con la experiencia, como sostienen los pedagogos, qué son y cómo funcionan las instituciones. Nuestras instituciones hoy no son firmes y sólidas; pero en cambio son plásticas y resistentes. Dan pena, pero no se caen, y esto ya es algo. Al menos para disuadir a alguien de patear el tablero. Y para conservar la ilusión de reconstruirlas.

Fuente: (Diario Río Negro)