Artículos

10.07.14

El modelo emergente choca con sus límites

Hoy los problemas de Dilma y el PT son un índice claro de los límites del “paradigma” emergente. De sus grandes debilidades que, si se miraba con detenimiento, ya estaban ahí, como costuras a la vista. Pobreza estructural, ascenso social restringido, primarización de las economías, industrialización de segunda clase, dependencia en muchos casos de la arbitraria China para colocar las exportaciones y en otros también para las inversiones extranjeras, son solo algunos puntos oscuros de la realidad de los emergentes que han ido imponiéndose con el paso de los años.
Por Pablo Díaz de Brito

Dilma Rousseff no habló en la ceremonia inaugural del Mundial, y ni aun así evitó una fuerte silbatina. Lejos de poder utilizar el campeonato global de fútbol para apalancar su candidatura, como apostaba, la presidenta brasileña debe limitarse a cuidarse del humor ciudadano. Otra explosión social como la de mediados de 2013 sería catastrófica, a tres meses de buscar la reelección.

Más allá de que casi seguramente Dilma será reelecta, es evidente el desencanto existente en Brasil con el modelo que impuso el PT desde 2003. Es que después de la primera etapa de crecimiento y beneficios sociales, se esperaba más consumo, más bienestar, mejores servicios públicos. Las protestas de 2013 fueron catalizadas precisamente por los pésimos servicios públicos y los desmesurados gastos mundialistas. Y los cuatro años de Dilma han sido de bajo crecimiento, insuficiente para sostener un fenómeno de ascenso social extendido.

Pero este desencanto con el modelo “petista” va más allá de Brasil y alcanza a todos los países emergentes, al modelo emergente mismo. Este modelo ha alcanzado sus límites, de por sí muy acotados. El modelo emergente tuvo su breve auge entre 2000 y 2008, de la mano del boom de las materias primas. En ese período el acrónimo inventado por un economista de Goldman Sachs, “Bric”, resultó la marca ideal para representar una nueva era de crecimiento, y, se suponía, desarrollo y bienestar globales. Se leía en los medios más prestigiosos del planeta que las “nuevas clases medias emergentes” (chinas, brasileñas, indonesias, etc.) iban de ahora en más a liderar el consumo global. Esto pareció confirmarse cuando pese a la crisis financiera desatada en 2008 en los países ricos, fue la economía emergente la que evitó un colapso global a lo 1929, para orgullo de los Brics (la “s” final surge de sumar a Sudáfrica: ¿por qué no México, Indonesia, etc.?).

Pero no duró mucho el milagro. La cronificación de la crisis en los países centrales hizo su efecto finalmente. El precio de las materias primas bajó o se estabilizó. China, que había abierto la bolsa del gasto estatal y paraestatal, dejó de invertir en autopistas y complejos de departamentos que no tenían usuarios pero servían para inflar el PBI. Las loas a los emergentes se evaporaron como por obra de magia. Hoy los problemas de Dilma y el PT son un índice claro de los límites del “paradigma” emergente. De sus grandes debilidades que, si se miraba con detenimiento, ya estaban ahí, como costuras a la vista. Pobreza estructural, ascenso social restringido (el fenómeno emergentes parece más basado en consumo que en ascenso social), primarización de las economías, industrialización de segunda clase, dependencia en muchos casos de la arbitraria China para colocar las exportaciones y en otros también para las inversiones extranjeras (Africa, Venezuela, Ecuador,

¿Argentina?), son solo algunos puntos oscuros de la realidad de los emergentes que han ido imponiéndose con el paso de los años.

En 2010, en la anterior campaña electoral brasileña, en los medios internacionales había un coro de alabanzas a “la nueva clase media” creada por los dos gobiernos sucesivos de Lula. El BID ha apenas revalidado ese avance social. Pero ya no existe aquel exitismo, y además este fenómeno social es, en parte, una construcción estadística. En todo caso, es innegablemente limitado.

En 2014, los periodistas enviados a escrutar el Brasil malhumorado de Dilma ya no hablaron de la “nueva clase media”, y más bien retrataron a personas que siguen siendo de clase baja pero han mejorado su situación de ingresos. Basta ganar 110 dólares mensuales para ser considerado de clase media en Brasil comentaba, con decepción indisimulada, el enviado de una agencia de noticias europea. Claro, con esos ingresos en el país del periodista no se califica en las encuestas oficiales ni siquiera como pobre, y se es lisa y llanamente indigente.

El modelo que está allá lejos en el tiempo y se ha demostrado irrepetible es el de la “Economía del bienestar” construida luego de la II Guerra Mundial. Tanto en Europa, desde las ruinas de la guerra, como en EEUU, desde la recuperación de la Gran Depresión previa a la guerra. Algo idéntico a Europa vale para Japón. Era aquella una riqueza que realmente alcanzaba a las clases populares y las transformaba en pocos años en clase media. Clase media en serio: cada familia accedía a vivienda propia de calidad, dos autos, universidad para los hijos, generosos servicios de salud, etc. Es ese modelo el que nunca más se ha podido repetir, salvo en algunos países asiáticos de dimensiones chicas o medianas (Taiwán, Corea del Sur, Singapur, no mucho más). Fue un ascenso social que permitió en apenas una generación pasar de las ruinas y el hambre de 1945 a una sociedad casi enteramente de clase media. Son logros sin antecedentes en la Historia, como señalaban —para burla de los estudiantes del Mayo Francés, hijos malcriados de ese fenómeno— Raymond Aron y Karl Popper.