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22.08.13

Intelectuales y política, otra vez

La cuestión de los intelectuales y la política está de regreso. Me gustaría, desde aquí, aportar algunas reflexiones
Por Adolfo Garcé

La cuestión, tan vieja como apasionante, de los intelectuales y la política está de regreso.* Brecha, haciéndose eco de un debate que viene ocupando un espacio especialmente relevante en Argentina, le dedicó varias páginas a este asunto en sus dos últimas ediciones. Me gustaría, desde aquí, aportar algunas reflexiones.

Repasemos, rápidamente, algunos hitos en la evolución de esta discusión. Intelectuales, desde luego, han existido siempre. Pero, como ha dicho Carlos Altamirano, “como sustantivo, el término ‘intelectual’, en singular, con su plural ‘intelectuales’, es relativamente nuevo”. Suele aceptarse que fue formulado a fines del siglo XIX en Francia cuando un grupo de escritores, científicos, periodistas y profesores, acompañando el resonante alegato de Émile Zola en “J’accuse”, cuestionaron severamente el procesamiento del capitán Alfred Dreyfus. A partir de ahí, la nueva etiqueta fue circulando hacia otros contextos y, poco a poco, convirtiéndose ella misma en objeto de análisis por parte de los estudiosos. Con Karl Mannheim como uno de sus puntos más altos, se fue desarrollando una sociología de los intelectuales. Y con la difusión de Los cuadernos de la cárcel, del comunista italiano Antonio Gramsci, una sofisticada reflexión de base marxista sobre los intelectuales y su papel en el cambio social. Más recientemente, autores tan diferentes como Michel Foucault y Norberto Bobbio dieron un nuevo aliento a esta temática.

En particular, el foco de atención fue pasando del declinante poder de los intelectuales-generalistas a la creciente influencia política de los intelectuales-especialistas. Esta distinción de roles entre generalistas y especialistas o, al decir de Bobbio, entre “ideólogos” y “expertos”, a su vez, se ha desdibujando. Los ideólogos, solía decir el filósofo italiano, irrumpen en el debate público discutiendo sobre valores y fines últimos, asuntos reservados, al menos en teoría, a la política. Los expertos, en cambio, desempeñan un papel más modesto y subordinado. Se dedican a estudiar cuáles son los medios más racionales, es decir, más eficaces y eficientes, para alcanzar fines dados. La literatura actual sobre la dinámica del conocimiento especializado (por ejemplo, sobre comunidades epistémicas y advocacy coalitions), en cambio, asume con naturalidad que también los saberes de los expertos, lejos de girar en el vacío, se apoyan en cosmovisiones, valores y creencias. Esto implica que también los expertos tienden a ocupar el territorio tradicionalmente reservado a los partidos políticos y sus líderes, disputado inicialmente por los intelectuales-generalistas.

El alto funcionario público que hace pesar sus valores y experiencia en la formulación de una política; el experto en medioambiente que, desde su profundo compromiso con la agenda verde, formula y disemina alternativas para mejorar la calidad del agua; el politólogo que, desde su fe en la importancia de las instituciones, agita en los medios la importancia de ciertas reformas; el economista que recomienda bajar el gasto público pero también el que insiste en destinar más recursos a la innovación, la ciencia y la tecnología. Todos ellos, a su manera, actúan en parte como los ideólogos referidos por Bobbio: participan en el “mercado de las ideas” sin subordinarse al poder político, sin pretender ser funcionales a nadie, con la autonomía que, supongo, les hubiera gustado a Émile Zola y los “clercs”, en Francia, o a Carlos Quijano y la “generación crítica”, en Uruguay.

Afirmar que en las sociedades modernas, de hecho, se ha erosionado la distinción tradicional entre “ideólogos” y “expertos” no debería conducirnos a repetir el viejo error de confundir ideología y ciencia. Admitir que los cimientos en los que apoya su saber el experto están fabricados, al menos en parte, de valores y creencias no debería hacernos renunciar a la pretensión de objetividad que caracteriza al conocimiento científico. Desde luego, solamente desde el positivismo más ramplón de todos puede afirmarse que la ciencia, en general, y las ciencias sociales, en particular, son un conocimiento “descontaminado”, puro, libre de subjetividad. Pero frente a este desafío son posibles dos actitudes opuestas. La primera consiste en dejarse llevar alegremente por la corriente y renunciar, sin dar la batalla, a cualquier pretensión de objetividad y neutralidad. La segunda supone perseverar el anhelo de objetividad que distingue al científico, sabiendo de antemano que requiere un aprendizaje prolongado y que se toman riegos importantes.

El segundo camino, evidentemente, es el más difícil, pero es el que vale la pena seguir recorriendo. Tiene, lo admito, mucho de quijotada. En ese sentido, no puedo dejar de evocar la reacción de Carlos Vaz Ferreira cuando, en Fermentario, “Leyendo a Unamuno”, decía: “Unamuno, que exalta el quijotismo y desprecia la razón, no comprendió el supremo quijotismo de la razón. El quijotismo sin ilusión es el más heroico de todos. Investigar y explicar sin término ni aun esperado; comprender para comprender más, sabiendo que cada comprensión hace pulular más incomprensiones; sabiéndolo de antemano, sin ilusión… y darse a ello, gozando y sufriendo, es el quijotismo supremo. Atacamos los molinos de viento ideológicos sin la ilusión de creerlos gigantes ni la de vencerlos…”.

* Ver: “Intelectuales, política y poder: ¿qué hay de nuevo?”, Nueva Sociedad 245 (mayo-junio de 2013). Disponible en: http://www.nuso.org/revista.php

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruuguay)