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11.09.14

El legado de un hombre valiente

(La Nación) La obra de Leis desborda los límites de nuestro drama histórico para componer una crítica radical a un modo de concebir la política que, por más que haya sido tan propio de los años 70, es atemporal y, por eso mismo, muy peligroso. Leis no es un crítico de la violencia tout court, sino del militarismo. No impugna la entrega, pero sí el sacrificio. No condena la voluntad, sí el voluntarismo. Rechaza el mesianismo propio de la concepción revolucionaria y el redentorismo del hombre nuevo, pero no rechaza la lucha por la justicia.
Por Vicente Palermo

(La Nación) El primer rasgo para resaltar en Héctor Leis es su coraje moral. El hombre que murió este fin de semana en Brasil cambió muchas veces en su vida (debo decir que, a mi entender, lo hizo para mejor) y siempre lo hizo con el temple de los valientes: con determinación y sin fanatismo, entregándose a fondo y sin perder la mirada crítica, pensando en serio y sin dejar el humor por el camino.

Fue un gran militante e, indudablemente, un militante díscolo, lo que habla muy bien de él. Y luego, al hacer en el campo intelectual su profesión, como investigador y como profesor, desarrolló un perfil de intelectual público muy activo, en su doble condición de ciudadano argentino y brasileño, y desarrolló sus aportes en temas muy variados pero siempre volcados al interés colectivo: la política en su sentido más específico, de la vida en común en la polis; la ecología; el compromiso ético en nuestro tiempo; los derechos humanos; la conformación sociohistórica de las sociedades brasileña y argentina; la revisión crítica de nuestros pasados. Como ciudadano políticamente activo, quizás su compromiso estuviera más volcado a la vida pública argentina, pero se había integrado a la vida brasileña con una intensidad rara en un argentino, y esa integración social y cultural se proyectaba también a lo político. Se había asentado en Florianópolis, donde ejercía su actividad profesional muy conectado con el mundo, y de un modo u otro encontraba las formas de mantener sus vínculos con la Argentina.

Leis fue un gran ensayista. Sus últimos y resonantes libros, dedicados a examinar nuestros pasados recientes, en particular el argentino, en el que supo combinar con maestría una indagación sobre su propia trayectoria vital, no hacen sino coronar una trayectoria rica en la que, a veces, adelantaba debates y temas. Como ensayista tenía la virtud de irritar a muchos, no era infrecuente que se aproximara al límite de lo que los lectores estaban en condiciones de leer sin soliviantarse. Los amigos estábamos muy acostumbrados a discutir con él; era un placer: emitía ideas originales, discutía sin tapujos, pero dialogaba con elegancia. En ese sentido, una vez que revisó, con profundo sentido crítico, sus posiciones de los años 70 -no solamente en lo que se refiere a la violencia, también en lo que atañe a la cuestión democrática, al liberalismo y, diría, a la política en el sentido más amplio-, Héctor se fue convirtiendo en un ejemplo de lo que Beatriz Sarlo ha denominado un "extremista de la moderación".

Entiendo que su extremismo de la moderación tenía dos caras. Una de ellas, la defensa de la moderación a ultranza, la pasión puesta en la mesura. Esto no le impedía ser audaz, como cuando propuso, por ejemplo, un único memorial para todas las víctimas de la violencia de nuestro pasado reciente. Pero expresaba esta audacia propositiva a través de cierta moderación política, porque era consciente de la necesidad del diálogo y la persuasión, pero, sobre todo, porque estaba plenamente convencido de que los medios son tan importantes como los fines en la realización de una idea.

La otra cara del extremismo de la moderación de Leis estaba en tensión -en ocasiones, fuerte- con la primera. Aunque moderado y conciliador, llevado por su pasión y por una suerte de radical convencimiento, Héctor alcanzaba a veces, en la defensa de sus posiciones, un punto en el que la discusión podía hacerse difícil y la discrepancia parecer inútil. Entonces, una especie de obsesión colocaba en un plano muy secundario todos los otros temas. Bien miradas las cosas, nos dan el extraordinario perfil de un intelectual de fuste (como se decía antes), con luces y sombras, de carne y hueso, que no necesita ser beatificado.

Muy bien, pero ¿en qué consiste lo mejor de su legado? Sobre todo su legado más público, no tanto el de su vida profesional. Los libros de Héctor (Testamento de los 70, Memorias en fuga y, probablemente, textos anteriores, como el vinculado al resentimiento argentino) y la película El diálogo, con Graciela Fernández Meijide, constituyen una crítica agudísima y un aporte original para pensar una etapa de nuestra historia que dice mucho de (toda) nuestra historia y que es, ciertamente, parte del material con el que hacemos nuestro presente y nuestro futuro, pero que está todavía sin elaborar del todo. Está todavía dolorosamente en presente.

Una de las originalidades de sus ensayos ha sido precisamente la de articular, sin incurrir en el historicismo ni en el anacronismo, el proceso histórico y las vicisitudes de su vida personal y de parte de una generación. Podremos, o no, estar completamente de acuerdo con Leis en todo esto, pero eso es lo menos importante y, de hecho, creo que es imposible esa completitud: Héctor no ha desplegado un cuadro cohesionado y coherente, sino un apasionante conjunto de experiencias, ideas fuerza, discusiones, que tienen a mi entender un propósito principal: que el lector piense. Ha habido un drama nacional que todavía retumba incómodamente en nuestros oídos, pero lo que precisamos, por encima de conocerlo, es pensarlo. Por eso creo que el principal legado político-intelectual de Héctor Leis es la potencia de su capacidad interpelativa: nadie puede hacerse el distraído, atrapa al lector y lo sacude sin soltarlo hasta que sus ideas y creencias estén suficientemente desordenadas. No sé cuál es el impacto que en el corto plazo pueden tener sus textos en los protagonistas directos del drama, pero creo que las generaciones más jóvenes han de beneficiarse enormemente de su existencia.

Por otro lado, la obra de Leis desborda los límites de nuestro drama histórico para componer una crítica radical a un modo de concebir la política que, por más que haya sido tan propio de los años 70, es atemporal y, por eso mismo, muy peligroso. Leis no es un crítico de la violencia tout court, sino del militarismo. No impugna la entrega, pero sí el sacrificio. No condena la voluntad, sí el voluntarismo. Rechaza el mesianismo propio de la concepción revolucionaria y el redentorismo del hombre nuevo, pero no rechaza la lucha por la justicia. En sus páginas se configuran los perfiles de la política totalitaria que, a sabiendas o no, tantos abrazaron en los 70. Perfiles que algunos sectores exaltan hoy, a mi entender absurdamente, para contraponerlos a la mercantilización de la política, pero paradójicamente son esos mismos sectores que han hecho de esta mercantilización sus principales activos. Leis hace trizas esa concepción en este momento en que la obtusa glorificación de un pasado tan terrible tiene un efecto contrario: impedir pensar.

Es significativo que haga explícito que no se arrepiente. Creo que tuvo razón en esto, ¿qué sentido habría tenido? Con relación a ciertos acontecimientos en los que uno ha participado, el arrepentimiento carece de sentido, es imposible. Pero Leis, en cambio, pide perdón. Es una acción menos exclusivamente individual que el arrepentimiento, es una acción política. Leis se da a sí mismo a los otros. He aquí el corazón de su legado.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)