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27.08.12

A propósito de la propuesta de los terratenientes ¿Cómo vivir sin Convivir?

(Razón Pública / Colombia) La experiencia de las Convivir provoca reflexiones hondas sobre el monopolio estatal de las armas. Un Estado no puede tener aliados armados en lo interno: o controla las armas y a las milicias, o pierde su esencia política y se debilita.
Por Armando Borrero Mansilla

(Razón Pública / Colombia) Visto en perspectiva, “vivir sin Convivir” parece un chiste de mal gusto: las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada para la Autodefensa Agraria fueron bautizadas Convivir.

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En 1995: las guerrillas habían sobrepasado los diez mil hombres en armas y las Farc dominaban la cordillera oriental.
Foto: history.msu.edu

Corría el año 1995 y se sentía en el aire una próxima escalada de la actividad guerrillera. Las voces de quienes advertían sobre la posibilidad de un cambio cualitativo en el conflicto interno se perdían ante la resistencia al cambio —típica de las instituciones militares— y ante la indiferencia de los civiles.

Los motivos de inquietud eran muchos: las guerrillas habían sobrepasado los diez mil hombres en armas. El dominio de la cordillera oriental caía cada vez en manos de las FARC. El dispositivo militar se mantenía disperso y fragmentado, sin capacidad para responder en forma contundente ante un ataque superior a los acostumbrados. Los recursos eran escasos como siempre hasta esa época, y su aumento chocaba contra la incomprensión estatal y social.

Los terratenientes se agitaban: uno de los sectores sociales más afectados del campo, al tiempo víctimas y victimarios a lo largo de las violencias colombianas. Una tarde de ese 1995, en Montería — el lugar es muy relevante en esta historia — el Ministro del Interior, el Comandante General de las Fuerzas Militares y quien esto escribe, siendo Consejero Presidencial para la Defensa y Seguridad Nacional, fuimos zarandeados verbalmente por un grupo — casi una turba — de propietarios de los valles del Sinú y del San Jorge.

Desesperados por el secuestro, la extorsión y el abigeato, nos notificaron sin ambages que se armarían si el Estado no les facilitaba hacerlo para protegerse. La legalidad era reemplazada por el “por sí y ante sí” de cara a la debilidad estatal para asegurar la vida y los bienes de los afectados.

Lo que no nos dijeron era que ya estaban armados y organizados.

Colombia no era el Perú

Por las mismas calendas, en el Ministerio de Defensa se prestaban oídos a oficiales y expertos peruanos a propósito de la experiencia de las rondas campesinas en la sierra del Perú. El modelo, eficaz allá, se mostraba atractivo para aplicarlo aquí.

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Las rondas campesinas en la sierra del Perú. El modelo, eficaz allá, se mostraba atractivo para aplicarlo aquí. Foto: rondascampesinasperu.es.tl

No hubo mucha disposición para aceptar objeciones fundadas en la diferencia del contexto social y político. En el Perú, las rondas precedieron al conflicto porque eran una tradición de las comunidades indígenas. En la sierra sobrevivían comunidades campesinas, ancestrales y arraigadas. Allá, un régimen militar nacionalista había solucionado — en parte al menos — el problema agrario. En el Perú, dadas esas condiciones, el Ejército podía entregar armas y saber a quiénes se les pedirían de vuelta. Nada de lo cual se daba en Colombia.

En Colombia la comunidad campesina ya se había marginalizado y desestructurado. El cambio social incesante, la emigración del campo a las ciudades, el trabajo estacional en la agricultura comercial, la modernización misma del campo, la colonización y la violencia, acabaron con la vida comunitaria arraigada en aldeas y veredas. Esta resistía aún en comunidades indígenas, en algunos sectores del altiplano cundiboyacense y en Nariño: y pare de contar.

Con una población rural muy móvil y muy articulada con los centros urbanos próximos, era difícil saber exactamente a quién se iba a armar e imposible saber a quiénes se les podría exigir que devolvieran las armas. ¿Qué inciertos destinos podrían tener armas y equipos de comunicación?

El Estado desbordado

Años atrás, en los comienzos de las insurgencias armadas y de sus contrapartes, las políticas de contrainsurgencia de los años sesenta, el gobierno de Guillermo León Valencia produjo desarrollos normativos que legalizaron las autodefensas campesinas.

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El gobierno de Guillermo León Valencia produjo desarrollos normativos que legalizaron las autodefensas campesinas.
Foto: Presidencia

El decreto-ley 3398 de 1965 — “por el cual se organiza la defensa nacional” — precisó el alcance de la obligación constitucional de los colombianos de tomar las armas en defensa de la patria, y llegó hasta los particulares en tareas que no necesariamente implicaban la pertenencia a las instituciones armadas.

Bajo el cobijo de esas normas, se llegó primero a la ley 48 de 1968 — que dio carácter permanente el decreto–ley mencionado — y luego al decreto 1573 de 1974. Esas y otras normas posteriores abrieron la posibilidad de conformar autodefensas controladas por las fuerzas de seguridad.

El asunto no progresó mucho — debe decirse — pero sí abonó el terreno para el desarrollo posterior de grupos armados, cuando la mala suerte nacional hizo coincidir auge guerrillero, con auge del narcotráfico, con narcotraficantes neo–terratenientes y aventureros de toda laya, que siempre medran en los conflictos armados.

La débil posibilidad de control estatal sobre las autodefensas quedó sobrepasada. Ahora los grupos armados respondían a intereses precisos en las regiones y no eran propiamente los del Estado, por supuesto. Las Convivir se salieron de control y sirvieron para lavar la cara de muchos intentos paramilitares.

Este aspecto del contexto tampoco era propicio para una idea de cooperativas de seguridad y menos en 1995, cuando ya estaban maduros los procesos de conversión del conflicto interno en un conflicto confuso típico.

El campo no es la ciudad

En principio, la teoría de las Convivir sonaba atractiva. Hasta parecía democrática. ¿Si los habitantes de las ciudades pueden disfrutar de seguridad privada, por qué los ciudadanos del campo no pueden gozar de la misma prerrogativa? ¿Por qué los campesinos medios y los pequeños propietarios no pueden organizarse en cooperativas de seguridad y tener algo parecido a la protección que los grandes terratenientes tienen, porque pueden pagársela? Ingenuidad o inadvertencia plantearse así el principio de equidad:

  • En las ciudades, la seguridad privada es estática y defensiva, si no por principio, sí por fuerza de las circunstancias: es más eficaz si evita inmiscuirse en el exterior de sus pequeños espacios de cuidado.
  • En el campo, en sentido contrario, resulta más eficaz en la medida en que tome la ofensiva para eliminar la raíz de los problemas de seguridad. En el campo, las armas cortas son ineficaces ante grupos bien armados con armas largas y equipos de combate.

La comparación entre las condiciones de las urbes y la realidad campesina, para efecto de seguridad, resultó ser una comparación ilegítima. “Los reinos de Calibán” que pululan en los campos colombianos son otro mundo.

Monopolio de las armas

En 1997, si bien la Corte Constitucional declaró constitucionales a las Convivir, les prohibió portar armas de uso privativo de la fuerza pública y además exigió que hicieran pública la identidad de sus miembros. Esto las hizo poco atractivas y en la práctica las disolvió.

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Las Convivir se salieron de control y sirvieron para lavar la cara de muchos intentos paramilitares. 
Foto: Acnur.

Fue clara y contundente la lección de lo equivocado que resulta equiparar grupos o empresas de seguridad que protegen de la delincuencia menor, con grupos armados en medio de un conflicto armado.

La experiencia de las Convivir provoca reflexiones hondas sobre el monopolio estatal de las armas. Un Estado no puede tener aliados armados en lo interno: o controla las armas y a las milicias, o pierde su esencia política y se debilita.

Un Estado puede tener aliados en lo externo. Construir alianzas responde a intereses de Estado, pero las institucionalidades respectivas no se confunden: cada Estado conserva la propia y busca preservarla ante terceros, con sus aliados.

En el ámbito del Interior y de la Justicia, sucede todo lo contrario: los aliados internos no responden a intereses generales, sino particulares. El enemigo de mi enemigo no es mi amigo. Es también mi enemigo, porque todo grupo armado que intente ejercer poder por fuera de las regulaciones estatales, rompe el monopolio legítimo de la fuerza en un territorio y en una sociedad, que es el fundamento último del poder del Estado.

Un Estado en guerra civil no puede competir adecuadamente en lo externo. La proyección de poder en lo internacional depende de la integración de lo interno. En el interior, si un Estado no es el único mediador legítimo en los conflictos sociales o individuales, pierde credibilidad y confianza, vale decir, legitimidad y consenso.

Los casos de Estados fallidos en el mundo de hoy son ejemplarizantes. La tragedia del Líbano lo dice todo: lleno de grupos armados que no respondían a control central y estatal alguno, terminó por convertirse en protectorado de Siria; o Somalia, sin Estado y en manos de los poderes arbitrarios y fácticos de los señores de la guerra.

Para qué más ejemplos: es una verdad de Perogrullo.

Fuente: Razón Pública (Colombia)