Reseñas

01.08.18

Patria, de Fernando Aramburu

Aramburu construye una historia que, a la vez que un fresco de la vida cotidiana en el País Vasco rural durante el apogeo de ETA, presenta una crítica sutil pero demoledora de las limitaciones inherentes al empleo de la violencia como camino hacia una sociedad mejor.

En 125 capítulos de lectura adictiva, Patria (Barcelona, Tusquets, 2016) entrelaza las historias de nueve per­so­na­jes pertenecientes a dos familias originalmente unidas por el matrimonio entre dos amigas y dos amigos. Miren y Bittori, compinches inseparables que en un momento incluso pensaron en hacer juntas el noviciado, dejan de hablarse cuando el marido de la segunda, el Txato, empieza a recibir amenazas de ETA por negarse a pagar el “impuesto revolucionario.” Para cuando el Txato sea finalmente asesinado, ya hará tiempo que Joxian, el débil y cobarde esposo de Miren, le haya retirado el saludo a su mejor amigo.

Patria, de Fernando AramburuLa novela comienza el día en que ETA anuncia el cese definitivo de la actividad armada. Una anciana Bittori, que ahora vive en San Sebastián, decide volver a su pueblo para averiguar el papel que Joxe Mari, uno de los hijos de Miren que purga una larga condena por sus acciones como miembro de ETA, jugó en la muerte de su marido. A partir de ahí vamos conociendo la historia de los hijos de Bittori y el Txa­to – exitosos profesionales que sin embargo no han logrado dejar atrás la muerte de su padre –, por un lado, y los de Miren y Joxian – la hermana de Joxe Mari, en silla de ruedas a causa de un ictus, y su hermano menor desaprueban el nacionalismo violento de ETA pero son incapaces de oponérseles abiertamente a Joxe Mari y su madre –, por otro. El texto va revelando los pequeños episodios que los marcaron, cómo reaccionaron a los hechos clave del pasado, y cómo el lazo que unía a ambas familias se rompió definitivamente.

Ostensiblemente una novela histórica sobre la vida en un pueblo del País Vasco en los años 80 y 90, Patria es también una historia sobre la tragedia, el dolor y la pérdida, sobre el distanciamiento de dos familias íntimamente unidas, sobre la vida de pueblo, sobre las pequeñas miserias y alegrías que caracterizan a las relaciones entre padres e hijos – que Aramburu examina con ojo hansoniano –, y sobre cómo la construcción de una identidad personal conduce al lento pero inexorable distanciamiento entre padres, hijos, hermanos y amigos de la infancia.

Me quiero detener en una de esas lecturas posibles: la manera en que Patria habla sobre el miedo. No cualquier tipo de miedo, sino lo que podríamos denominar el “miedo social,” ese temor sistemático a hacer lo que dictan las reglas mínimas de la decencia – saludar a un amigo en la calle, o asistir a su funeral – por sabernos permanentemente observados y controlados, no por las autoridades ni por una persona en particular, sino por todos los que nos conocen. Un miedo que se autoreproduce, porque nos hace comportarnos de forma tal que generamos un temor similar en los demás: no hacemos lo que sabemos que corresponde porque sentimos que los otros nos vigilan, lo que hace que éstos también se sientan vigilados, por lo que tampoco hacen lo que corresponde, lo que nos hace sentirnos vigilados, etc. Se trata del mismo temor omnipresente con el que Vaclav Havel o Timur Kuran explican el funcionamiento de los regímenes comunistas, solo que en este caso el mismo no nace de una imposición “desde arriba” sino que es generado por una organización terrorista “desde abajo.”

Hace unas semanas, a raíz del escándalo generado por un video que mostraba a un grupo de alumnos ataviados con pañuelo celeste desfilando con paso militar durante la celebración del 9 de julio, el padre Gustavo Lombardo manifestó que “acá [por Suncho Corral, el pueblo santiagueño donde ocurrió el desfile] son muy contados los que están a favor del aborto y se sabe quiénes son.” Reemplacemos “aborto” por “ETA” y tenemos la historia de Patria: la construcción de una espiral de exclusión y silencio en un pueblo donde quienes desaprueban la violencia terrorista saben muy bien que no conviene manifestar esas opiniones en público porque todos saben quiénes son y dónde encontrarlos.

Dicho miedo aparece ya en el comienzo de la novela, cuando nos enteramos que algunos vecinos de Bittori estaban dispuestos a saludarla en el ambiente relativamente anónimo de San Sebastián pero no en un pueblo donde todos se conocen; que una vecina que “evitaba encontrarse con ella en la escalera o esperaba en la esquina de la calle, mojándose bajo la lluvia, con la bolsa de la compra entre los pies, para no coincidir las dos en el portal” (cap. 2) la vuelve a saludar el día en que ETA abandona la lucha armada; que el Txato está enterrado en San Sebastián porque hacerlo en su pueblo de toda la vida era una invitación a profanar su tumba; y que sus propios hijos desaconsejaron identificarlo como una víctima de ETA, con la hija incluso sugiriendo cambiar la fecha de su muerte para que no coincida con la de un atentado etarra.

Pero Aramburu no se limita a describir con frialdad clínica estos pequeños actos de ostracismo cotidiano, sino que también indaga perceptivamente sobre tres cuestiones relacionadas: cómo operan los mecanismos de ostracismo social (y por qué son tan efectivos); qué hace que personas normales e incluso anodinas, a las que no se les conocía ningún interés político previo, se muestren dispuestas a participar de estos procesos de exclusión colectiva; y qué tipo de personas alientan estos comportamientos en primer lugar.

Respecto al primer punto, Patria deja en claro que el ostracismo social se construye a partir de una multiplicidad de pequeñas acciones que, consideradas en sí mismas, resultan irrelevantes: que una persona me quite el saludo no me cambia nada, pero si todos mis conocidos lo hacen, el efecto es devastador. Esto genera un doble pro­ble­ma: por un lado, una muestra de decencia aislada no puede romper el espiral de ostracismo, lo que reduce los incentivos a realizarla; por otro, el hecho de que nadie esté haciendo nada más grave que negarme el saludo – ¿ y acaso no tenemos derecho a negarle el saludo a quien nos cae mal?  – reduce el sentido de responsabilidad por los propios actos. Nadie fue, y sin embargo la participación de todos resulta indispensable:

Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo le dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son sólo palabras, ruidos momentáneos en el aire. (cap. 17)

En otras palabras: organizaciones terroristas como ETA o gobiernos totalitarios como los regímenes comunistas no necesitan de la voluntad de sacrificio de millones de personas dispuestas a morir por una causa. Les alcanza con algo mucho más mundano: la natural disposición humana a actuar de manera conformista, a ir con la manada si eso le permite ahorrarse problemas.

Esto nos introduce en la segunda cuestión que explora Aramburu: cómo la radicalización del discurso y las acciones públicas no son resultado de un largo proceso de deliberación interior en que distintas posiciones políticas y cursos de acción son sopesados hasta llegar a la conclusión de que la justicia de una causa justifica ciertas acciones repugnantes. Dicho proceso podrá caracterizar a los miembros más radicalizados de un grupo político – algo que Patria, con su énfasis en los ciudadanos corrientes, deja de lado –, pero para la gran mayoría la radicalización se produce cuando se hace evidente que repetir determinadas consignas es indispensable para vivir en paz. ¿Y cuándo es la expresión de consignas radicales indispensable para vivir en paz? Cuando el número – y la importancia – de las personas que manifiesta dichas consignas es suficientemente grande como para que sea conveniente estar en buenos términos con ellos. En otras palabras: los radicales intolerantes comienzan siendo muy pocos, pero a veces se vuelven suficientemente numerosos (lo que no es lo mismo que decir mayoritarios) para que sea conveniente quedar bien con ellos, lo que induce a (casi) todos los demás a adoptar sus consignas de la boca para afuera, o al menos a no cuestionarlas públicamente. El corolario es que la conversión a la nueva causa suele ser rápida y oportunista: el rompimiento entre Miren y Bittori no es producto de largas y reiteradas discusiones sobre la independencia del País Vasco o la (no) justificación de la violencia como medio para lograr dicho fin, sino que se produce de manera abrupta. Y es impulsado por un personaje – Miren – que nunca había mostrado el menor interés por la política, mucho antes que el arresto, golpiza y encarcelamiento de su hijo le den una razón para odiar al estado español.

Párrafo aparte merece la conversión de Joxe Mari al nacionalismo radical, que culmina con su ingreso a ETA y su participación activa en múltiples atentados terroristas. Como Aramburu observa perceptivamente, los que hacen de punta de lanza de los movimientos radicales intolerantes, y los que eventualmente inician el proceso de espiral de silencio, no constituyen un grupo representativo de la sociedad. Al contrario, los primeros en abrazar las causas radicales son aquéllos cuya ventaja comparativa radica en la capacidad de usar la violencia, precisamente porque no tienen un futuro atractivo en actividades alternativas. Como lo pone claramente Bittori: “Y aún se creerá un héroe. Es de los duros, dicen. De los duros o de los brutos. No sabe ni cómo se abre un libro.” (cap. 14)

Precisamente, uno de los grandes aciertos de Patria radica en la manera en que Aramburu presenta las limitaciones de Joxe Mari: su cortedad de miras, su limitada inteligencia, su escasa inclinación al trabajo. Para alguien de estas características, entrar a ETA representa un salto inmediato en su status social: su fotografía prominentemente expuesta en la taberna que frecuenta todo el pueblo; chicas jóvenes que le escriben a la cárcel para acostarse con él; e incluso un proyecto para que una de las calles del pueblo lleve su nombre. No es difícil entender por qué: por un lado, su corpulencia y disposición a correr riesgos lo hacen destacarse en la lucha armada; por otro, el reemplazo del debate público por la repetición de fórmulas preconcebidas ayuda a disimular sus limitaciones intelectuales.

La construcción de la utopía por la vía de las armas atrajo y seguirá atrayendo a muchos jóvenes convencidos de que los problemas del mundo son tan graves que la única forma de resolverlos es mediante el esfuerzo – algunos prefieren llamarlo “sa­cri­fi­cio” – supremo de una vanguardia iluminada a la que no le tiembla el pulso para emplear las soluciones más drásticas. Sin necesidad de formular un alegato moral contra la lucha armada – aunque el lector nunca dude de cuál es su posición al res­pec­to –, Aramburu construye una historia que, a la vez que un fresco de la vida co­ti­dia­na en el País Vasco rural durante el apogeo de ETA, presenta una crítica sutil pero demoledora de las limitaciones inherentes al empleo de la violencia como camino hacia una sociedad mejor. No se trata únicamente del costo en vidas humanas; también del hecho – relevante para quienes no tienen pruritos en derramar sangre en nombre de una utopía política – de que el miedo social infundido me­dian­te el uso sistemático de la fuerza conduce al establecimiento de una sociedad en que el oportunismo, el deseo de mimetizarse, y el miedo a sobresalir se convierten en las motivaciones dominantes. Una sociedad, además, donde el estatus y el poder político no son para los más capaces, ni para los que se comportan de forma más noble con sus semejantes, ni para los que proponen las mejores ideas, sino para aquéllos que no tienen mayores pruritos en usar la violencia o en repetir consignas estridentes pero vacías. Cada vez que un movimiento político radical e intolerante logra dar el salto de grupo marginal a partido de gobierno, es habitual la decepción por el “abandono” de los elevados ideales que parecían animarlo cuando estaba en el llano. Pocas obras literarias dan cuenta tan bien como Patria de por qué, lejos de sorprender, dicha sensación de decepción resultaba perfectamente previsible de antemano.

(1) Así lo manifestó en una entrevista radial con el periodista Ernesto Tenembaum.