Artículos

11.04.18

Moro, Lula y los desafíos cognitivos de la democracia brasileña

(El Observador) La crisis, profundísima, dolorosa y generalizada, está obligando al sistema político brasileño a construir nuevas prácticas y nuevas instituciones, reconciliando la ética con la política. Si logran dar este paso, el juez Moro habrá hecho, indirectamente, una contribución democrática de porte mayor.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) En noviembre de 2009 la tapa de The Economist reflejó brillantemente lo que el mundo entero celebraba. El Cristo de Corcovado, despegando como si fuera un cohete, y el título Brazil takes off, sintetizaban a la perfección el asombro y la simpatía causados por el excelente desempeño económico y político del país en los primeros tiempos del gobierno del Partido de los Trabajadores. La economía crecía al mismo tiempo que millones de brasileños iban saliendo de la pobreza. El gobierno, liderado por un dirigente sindical de leyenda, parecía funcionar sin mayores problemas, apoyado en una amplia coalición de pequeños partidos en el Parlamento. Menos de una década más tarde, a la vista está que va quedando poco y nada del tan esperado proyecto petista. La economía quedó arruinada. El desempleo y la pobreza volvieron a crecer. Y se instaló, como una lápida, una inmensa desilusión. Dos hechos simbolizan la debacle. Dilma Rousseff destituida del cargo presidencial. Lula, el ícono del "milagro", condenado por corrupción y preso en una cárcel de Curitiba.

El derrumbe del PT no lo provocó la CIA, como se ha sugerido recientemente (siempre es más cómodo culpar a otros)1. El "imperialismo norteamericano" no sembró la crisis económica ni escribió el libreto de las decisiones del juez Sérgio Moro. El derrumbe tampoco ha sido causado por una conspiración de la oligarquía y de su brazo político, los partidos de derecha. Es evidente que los grandes empresarios dejaron de apoyar el proyecto del PT durante la presidencia de Rousseff. Pero no fueron ellos los que provocaron la recesión que tanto contribuyó a minar la legitimidad del gobierno. Los empresarios tampoco controlan la agenda de Moro. De hecho, Lula comparte la cárcel con Leo Pinheiro, expresidente de la constructora OAS. La derecha, obviamente, quería desplazar al PT del gobierno. Pero el juez Moro no trabaja para ellos. De hecho, Lula también comparte alojamiento con Eduardo Cunha, expresidente de la Cámara de Diputados, que pertenece al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Cunha lideró, en su momento, el impeachment que terminó derrocando a Rousseff.
Para entender al juez Moro no hace falta convertirlo en un títere de la CIA. Tampoco conviene pensar que lo manejan los grandes empresarios, o que es el cadete de los partidos de oposición. Es mucho más sencillo. Moro es un funcionario bien formado y muy determinado, que actúa, como resulta obvio, movido por un fuerte sentido de misión. Su obsesión es terminar con la corrupción en la política brasileña. No es infrecuente, ni en Brasil, ni en el resto del mundo, que funcionarios públicos actúan en función de sus principios y creencias, sin tomar en consideración las consecuencias de sus decisiones en el plano de la competencia política entre partidos.
Dicho en criollo: a Moro no le interesa que el PT pierda las elecciones ni que las gane. A Moro lo único que realmente le importa es que los políticos corruptos no escapen a la Justicia. El problema de Moro con Lula no es que líder del PT se haya ocupado de proteger a los pobres. El problema de Moro con Lula es que el líder del PT, mientras se ocupaba notoriamente de los pobres, aceptaba y ofrecía secretamente sobornos.

La Justicia, al menos en Brasil, no está perforada por los intereses de los partidos políticos (sospecho que, más temprano que tarde, Moro se las va a ingeniar para atrapar también a Michel Temer). En Uruguay, el país de la partidocracia, puede ser difícil de entender. Pero tampoco es imposible. También en Uruguay hemos tenido burócratas que sospechaban sistemáticamente de los partidos políticos, incluso de aquellos con los cuales simpatizaban. Para entenderlo hay que remontarse medio siglo. A fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 los militares (como buena parte de la izquierda) pensaban que los partidos tradicionales estaban carcomidos por la corrupción. Por eso, a medida que fueron convirtiéndose en los protagonistas centrales en la lucha contra la guerrilla, fueron formulando un proyecto político ambicioso: tomar el poder para liquidar la "subversión" y, a la vez, "sanear" los partidos tradicionales. Moro, un funcionario público del siglo XXI con espíritu de "cruzada" del siglo XII, está movido por el mismo ethos que animara hace medio siglo a los militares en Uruguay y otros países de la región.

La política brasileña tocó fondo. Emanuel Adler sostiene que los órdenes sociales evolucionan pragmáticamente, por ensayo y error. La "comunidad de práctica" involucrada en los asuntos políticos (políticos, jueces, académicos, líderes de opinión, entre otros) tendrá que esforzarse sobremanera para construir un nuevo "conocimiento de fondo" que permita renovar sustancialmente prácticas e instituciones. Ya no se podrá en Brasil construir gobernabilidad a partir de la circulación de sobornos y "atenciones". Uruguay aprendió de su experiencia: luego de décadas de guerras y de intentos de exclusión la comunidad de práctica democrática oriental evolucionó cognitivamente generando nuevas prácticas (acuerdos interpartidarios) y nuevas instituciones (Constitución de 1918)2. Brasil tiene la misma oportunidad. La crisis, profundísima, dolorosa y generalizada, está obligando al sistema político brasileño a construir nuevas prácticas y nuevas instituciones, reconciliando la ética con la política. Si logran dar este paso, el juez Moro habrá hecho, indirectamente, una contribución democrática de porte mayor.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)