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24.04.18

El debate sobre la eliminación de los fueros parlamentarios

(El Observador) Dicho sea de paso: la partidización de la Justicia es tan nociva como la judicialización de la política. Ambas tendencias causan estragos en las democracias modernas. En Uruguay existe una potente tradición de autonomía y profesionalismo que debe ser preservada.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Cuando se haga el balance de la segunda presidencia de Tabaré Vázquez no habrá mucho para decir. Algunos argumentarán, por ejemplo, que la prudencia del ministro de Economía y Finanzas, Danilo Astori, contribuyó decisivamente a evitar que el déficit fiscal siguiera creciendo y a recuperar el camino del crecimiento económico. Otros, más generosos, dirán que se dieron los primeros pasos en la instrumentación de una iniciativa tan ambiciosa como la de estructurar el Sistema de Cuidados. Los más críticos, en cambio, insistirán en cuestionar al presidente por su falta de liderazgo en temas capitales como la reforma educativa. Estas y otras dimensiones serán, sin lugar a dudas, objeto de intensas polémicas. Pero todos habrán de admitir que, durante estos años, los del tercer mandato consecutivo del Frente Amplio, la corrupción se transformó en un tema permanente en la agenda pública. Primero fue el déficit de ANCAP y su origen. Luego los negocios con Venezuela. Más tarde el uso de las "tarjetas corporativas" por parte de los directores de empresas públicas.

En este contexto, algunos de los principales dirigentes políticos han propuesto derogar o limitar los fueros parlamentarios. En el año 2011, siendo todavía diputado, Luis Lacalle Pou presentó un proyecto de ley que no tuvo apoyo. En 2016, tomando nota de la creciente centralidad que tomaba este problema, volvió a la carga. A partir de ese momento la bola de nieve no ha parado de crecer. La reforma de los fueros ha encontrado apoyo en distintos legisladores de la oposición (desde Pedro Bordaberry a Verónica Alonso) y, más recientemente, también en líderes frenteamplistas como José Mujica. Durante los últimos días, el fiscal Jorge Díaz se sumó a la incipiente coalición reformista. La opinión pública tiene evidentes razones para estar a favor. El "hombre de la calle" se cansa de percibir abusos y reclama que sus representantes no tengan privilegios. Sin embargo, los fueros, como institución, son una pieza tan antigua como delicada. Es preciso abordar su eventual reforma con enorme prudencia.

Es cierto, como dice el fiscal Díaz, que las normas vigentes ponen trabas a la Justicia a la hora de acusar y sancionar servidores públicos". Pero la Constitución vigente no impide que los legisladores sean juzgados. Según el artículo 114, pueden ser juzgados si su "respectiva cámara", "por dos tercios de votos del total de sus componentes", resuelve que "hay lugar a la formación de la causa". En ese caso, la cámara declara al legislador acusado "suspendido en sus funciones", por lo que queda "a disposición del Tribunal competente". La exigencia de mayoría especial no es un invento de último momento: pasó del Derecho Público hispánico a nuestra primera Constitución. Tiene una lógica política poderosa: se procura impedir que sea demasiado sencillo eliminar o debilitar rivales políticos acusándolos de haber cometido delitos. Es una disposición antipática, pero prudente y realista.

El debate sobre los fueros parlamentarios es bienvenido. Es saludable que el sistema político demuestre capacidad de reacción ante un tema, como el de la corrupción, que lastima profundamente la credibilidad de la ciudadanía en la democracia representativa. Por tanto, considero que es muy bueno para el prestigio de la "clase política" que haya dirigentes que se atrevan a plantear la eliminación de los fueros. Pero, al menos en principio, me inclino a pensar que es un error tomar por este camino porque implica favorecer la judicialización de la política. Es evidente que la manera más sencilla de destruir políticamente a un rival es acusarlo de haber cometido un delito. Este expediente no es solamente el más sencillo. También es, potencialmente, el más dañino para todo el sistema. Si el costo de acusar es demasiado bajo, tarde o temprano, a menos que los líderes políticos tengan un sentido de la responsabilidad institucional realmente extraordinario, todos terminarán ante la Justicia.

Desde mi punto de vista, existen otras formas de luchar contra la corrupción. En concreto, hay que seguir potenciando las instituciones que permiten conocer, denunciar y castigar los delitos y la corrupción. En primer lugar, es preciso fortalecer el periodismo de investigación. En algunos casos muy resonantes, como el de Raúl Sendic, la iniciativa de periodistas profesionales jugó un papel determinante para que los hechos que, definitiva, terminaron en los tribunales, fueran conocidos por la opinión pública. La ley N° 18.381 aprobada en 2008, que regula el acceso a la información pública, jugó un papel determinante.

En segundo lugar, es necesario seguir fortaleciendo y prestigiando el Poder Judicial.

Dicho sea de paso: la partidización de la Justicia es tan nociva como la judicialización de la política. Ambas tendencias causan estragos en las democracias modernas. En Uruguay existe una potente tradición de autonomía y profesionalismo que debe ser preservada. Finalmente, hay que potenciar la acción de la Junta de Transparencia y Ética Pública. Esta institución viene jugando un papel extraordinario desde que fuera creada, en 1998, como Junta Asesora en Materia Económico Financiera del Estado. Aunque no son vinculantes, sus informes han demostrado tener un peso moral y político insoslayable.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)