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01.11.18

Bolsonaro: militarización y polarización

(El Observador) La tentación para los candidatos de otros países es muy fuerte. ¿Por qué no copiar una receta electoral que luce exitosa? ¿Por qué no apelar, a los miedos y emociones más elementales de la ciudadanía para maximizar la cosecha de votos? ¿Por qué no ser brutal cuando la brutalidad, notoriamente, funciona?
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Es un hecho. Jair Bolsonaro, la antítesis del clásico candidato a la presidencia sosito y sin sal que, como le gusta recomendar a Jaime Durán Barba, se las ingenia para poner la mente en blanco y balancear el discurso al ritmo de las encuestas, se convirtió en presidente de Brasil. Se ha hablado bastante sobre la causas de este desenlace. Si tuviera que resumirlas en tres renglones diría que, aunque todo tenga que ver con todo, estamos ante un fenómeno eminentemente político. No es, en este caso, la economía, aunque como es evidente esté en problemas. No es tanto la pobreza, que ha vuelto a asediar, ni la desigualdad que sigue agraviando. Estamos ante un fenómeno esencialmente político. Asistimos a la combinación de las emociones de la coyuntura (desde el mensalão al Lava Jato) con los legados autoritarios de la historia brasileña (desde la monarquía y el imperio, hasta la dictadura militar del “milagro”, pasando por el populismo desarrollista del Estado Novo varguista). El “irresistible ascenso” de Bolsonaro es el producto, alarmante, de la combinación del enojo ante la corrupción generalizada en la “clase política” y la proverbial debilidad de la tradición democrática brasileña. 

Se ha hablado, decía, sobre las causas. Sin embargo, se ha profundizado todavía menos sobre las consecuencias del “efecto Bolsonaro”. Vale la pena distinguir el plano doméstico (efectos en Brasil) del plano internacional (efectos en la región). Empecemos por Brasil. Se anuncian cambios importantes en la política económica. Pese a que, como buen militar, Bolsonaro es más nacionalista y estatista que partidario de la globalización y el libre mercado, hay que esperar, dados sus apoyos sociales y el perfil del Ministro de Hacienda anunciado, la profundización del giro hacia el liberalismo económico iniciada por el presidente Michel Temer. Hay que esperar una política agresiva de privatizaciones y modificaciones relevantes en la política tributaria para incrementar la rentabilidad y fomentar la inversión privada. Habrá, en cambio, tanta apertura comercial como le convenga a los grandes empresarios brasileños, que suelen combinar un discurso liberal con exigencias proteccionistas. 

Que el péndulo de la política económica vaya del estatismo al liberalismo, del proteccionismo a la apertura comercial, del énfasis en la igualdad y en la protección de los trabajadores al acento en el crecimiento y en la promoción de la empresa, no tiene nada de misterioso. Por el contrario, es la historia misma de la economía política de las democracias contemporáneas. Pero, con Bolsonaro en Brasil, se vienen otros cambios, relevantes y preocupantes. Estamos en vísperas de un viraje brusco y hasta brutal hacia un enfoque fuertemente represivo en lo referido a la seguridad interna. Acá sus preferencias (su conocida admiración por la dictadura, su elogio de la tortura) encontrarán mucho menos resistencia que en la política económica. Habrá militares, ya se sabe, en el gabinete. Veremos militares a los tiros en las favelas y también más militares en las manifestaciones. Veremos militares hasta en la sopa, auspiciados por el presidente electo y aplaudidos por la ciudadanía. Con Bolsonaro, un militar que se apoyará en sus camaradas de armas (es evidente que ellos constituyen su verdadero partido político), los militares recuperarán prestigio y legitimidad. Con Bolsonaro y su elenco de gobierno, junto al enfoque represivo, vendrá un fuerte retroceso en el respeto a los derechos humanos.

Pero el “efecto Bolsonaro” atravesará fronteras y tendrá consecuencias en otros sistemas políticos de la región. Todavía no sabemos bien (al menos yo no lo sé) cómo circulan, de un país a otros, los estados de ánimo de la opinión pública. Sabemos que las ideas sobre políticas públicas atraviesan fronteras: los paradigmas de políticas “viajan” de un país a otro a través de distintos mecanismos. Sabemos que existen también, desde siempre, procesos de difusión institucional: el modelo presidencialista “viajó” desde EEUU al sur después de las guerras de independencia. Los procesos de transición en América Latina, hacia el autoritarismo en los años de 1960 y 1970, hacia la democracia en los de 1980, de algún modo estuvieron interconectados. Sospechamos (no me atrevo a decir que “sabemos”) que el triunfo de Lula en 2002 en Brasil de alguna manera contribuyó al del Frente Amplio en 2004 en Uruguay. Los climas de opinión pública de los distintos países parecen ser, también, en medida relevante, interdependientes. 

Bolsonaro, polarizando la opinión pública, llevando la incorrección política hasta niveles tan o más sorprendentes que el mismísimo Donald Trump, logró ser electo presidente. La tentación para los candidatos de otros países es muy fuerte. ¿Por qué no copiar una receta electoral que luce exitosa? ¿Por qué no apelar, a los miedos y emociones más elementales de la ciudadanía para maximizar la cosecha de votos? ¿Por qué no ser brutal cuando la brutalidad, notoriamente, funciona? La tentación es fuerte. Por eso mismo es necesario que, quienes priorizamos la construcción de una democracia de calidad sobre el resultado de la competencia electoral, nos apresuremos a debatir con este enfoque y a señalar la importancia de no cruzar algunos límites. Es simple: la polarización, a la corta o a la larga, destruye la convivencia democrática. Cuando el “otro”, el “distinto”, deja de ser el que legítimamente tiene intereses y preferencias diferentes y pasa a ser considerado un “enemigo”, la democracia retrocede y tambalea. Cuando la lógica de la guerra reemplaza la de la política solo cabe esperar tierra arrasada. Cuando los líderes invitan a la ciudadanía a suspender las razones y a liberar sus emociones, no hacen más que jugar con fuego. No podemos aceptarlo. 

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)