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16.09.12

Indignados argentinos

Cuando se denuncia la corrupción, o se manifiesta oposición al cambio de las reglas de juego que garantizan la alternancia en el poder, lo que se está diciendo, en el fondo, es que se quiere un Estado más abierto, más transparente, más representativo y, fundamentalmente, más eficaz.
Por Aleardo F. Laría

Existen varios puntos de coincidencia entre los ciudadanos argentinos que el 13-S han expresado su malestar con el Gobierno, y los ciudadanos españoles que en el 2011 han dado lugar al movimiento de "indignados" del 15-M. En ambos casos estamos ante manifestaciones espontáneas, de carácter pacífico, integradas por una pluralidad de sectores sociales, que responden a una convocatoria difundida a través de las redes sociales, canalizando así un reclamo por fuera de las estructuras partidarias o sindicales. Otra coincidencia es la naturaleza de la protesta Se pide reanimar una democracia venida a menos, que desatiende la demanda de los ciudadanos, convocados sólo a votar cada dos o cuatro años.

Los indignados españoles se quejaban en el primer manifiesto que publicaron de que "en este país –en referencia a España– la mayor parte de la clase política ni siquiera nos escucha". Añadían que la misión de los políticos debía ser procurar el mayor beneficio para el grueso de la sociedad, "no la de enriquecerse y medrar a nuestra costa" a través de "una dictadura partidocrática". Las plataformas convocantes, utilizando Internet y las redes sociales como Facebook y Twiter, adoptaron diferentes denominaciones connotativas de los fines que las inspiran: "democracia real ya" y "no les votes".

Si bien la eclosión juvenil española ha estado indudablemente vinculada con la severa crisis económica europea, que había elevado casi al 50 % la tasa de desempleo de los menores de 30 años en España, en el fondo el reclamo era político. De algún modo era la expresión de un desencanto, producido cuando el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), bajo la presión de Alemania y la Unión Europea, debió aceptar un programa económico de severos ajustes, contrario a su ideario programático. Por eso también la protesta abarcaba una queja por el ensimismamiento de los partidos políticos tanto de izquierda como de derecha.

Volviendo a la Argentina, desde las usinas de propaganda del "cristinismo", se ha pretendido reducir la protesta a una manifestación de la alta clase media, quejosa por el cepo cambiario o por las dificultades "para viajar a Miami". Es una lectura errónea, además de ofensiva para los participantes. Sólo conduce a profundizar el aislamiento de la cúpula del poder, lo que a la larga representa una política suicida, puesto que impide reconocer y corregir los inevitables errores que se cometen en toda labor de gobierno.

Lo cierto es que los reclamos, a tenor de los carteles artesanales portados por los manifestantes, si bien hacían referencia tangencial a alguna cuestión económica, como la inflación, en general reclamaban "honestidad", "basta de autocracia", "no a la reforma constitucional", "contra la inseguridad". Es decir, consignas de tono claramente político más que económico.

Acostumbrados como estamos a reducir la interpretación de los hechos políticos al tradicional enfrentamiento que protagonizan Gobierno y oposición, se dejan escapar elementos de análisis más profundos. En Argentina, como en España o en los países árabes, existe una masa cada vez más importante de ciudadanos que buscan que el Estado resuelva sus problemas de empleo, de seguridad, de salud o de educación, o interfiera de modo inteligente en sus actividades privadas. En definitiva, un amplio espacio de jóvenes usuarios de las nuevas tecnologías, reclaman eficiencia y eficacia al Estado.

Cuando se denuncia la corrupción, o se manifiesta oposición al cambio de las reglas de juego que garantizan la alternancia en el poder, lo que se está diciendo, en el fondo, es que se quiere un Estado más abierto, más transparente, más representativo y, fundamentalmente, más eficaz. Si el Estado no es eficaz, carece de legitimidad para pretender intervenir y regular los sectores más dinámicos de la economía.

Aquí se encuentra el talón de Aquiles del "cristinismo". El anuncio de "ir por todo" se hace en el momento de mayor esplendor de un Estado patrimonialista y clientelar, pesado y burocrático, caracterizado por el uso partidista y dilapidador de los recursos públicos. Las jóvenes generaciones, insertas en estructuras productivas más modernas, observan cómo se dilapidan los recursos públicos y exigen una transición política que nos empuje hacia la modernidad.

Una auténtica política modernizadora pasaría necesariamente por terminar con el "spoil system", profesionalizar la administración pública para convertir al Estado en una herramienta eficaz, eficiente y útil. Para ocultar la renuncia a responder a ese desafío, el "cristinismo" ofrece un rosario de oxidadas consignas que responden a unos antagonismos del imaginario de un siglo que ya se fue. Es comprensible entonces que los jóvenes que están insertos en las estructuras productivas más modernas, que no han vendido su alma por una canonjía política, reclamen indignados mayor eficacia y transparencia al Estado.