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20.11.14

Presidentes y partidos

Vázquez y Mujica tienen trayectorias personales y estilos políticos muy distintos. Ambos dejaron su huella en asuntos importantes durante sus respectivos mandatos. Pero entre las dos primeras gestiones de la Era Progresista hubo mucha más continuidad que cambio. Ambos presidentes fueron, apenas, la cara más visible del verdadero protagonista de la acción gubernativa: el Frente Amplio.
Por Adolfo Garcé

(El Observador) Suele decirse que en el balotaje se opta entre candidatos a la Presidencia. No estoy de acuerdo. Por Adolfo Garcé

Suele decirse que en el balotaje se opta entre candidatos a la Presidencia. No estoy de acuerdo. Parece que se eligiera un presidente. En verdad, al menos en Uruguay, como siempre, hay que elegir entre partidos. Desde luego, los presidentes, aunque moviéndose en el marco de restricciones institucionales y políticas importantes, de un modo u otro dejan su impronta. Pero en nuestro país no gobiernan las personas sino los partidos.

En algunos sistemas políticos los presidentes tienen las manos mucho más libres que en otros. Los presidentes uruguayos no tienen las manos libres porque las estructuras políticas dividen el poder. Latorre, que ejerció la Presidencia durante el llamado “militarismo” en el último cuarto del siglo XIX dijo que “los uruguayos son ingobernables”. Otro presidente, Jorge Batlle, tocando la misma tecla pero más de un siglo después, sostuvo que “Uruguay es el país del empate”. En Uruguay, “ese reino del casi”, como lo denominara Carlos Real de Azúa, incluso cuando tienen mayoría parlamentaria, los presidentes enfrentan restricciones institucionales y políticas realmente significativas. Si hubiera que sintetizar en un solo concepto dónde está la clave más importante de la restricción del poder presidencial habría que decir que reside en la trama hondamente pluralista de la polity uruguaya.

La división del poder no fue, como en EEUU, producto de la lucidez de los “padres fundadores” que heredaron y reprodujeron con brillo varios siglos de costosos aprendizajes institucionales acerca de cómo limitar el poder de la Corona en Gran Bretaña. En Uruguay, en verdad, la división del poder fue más el resultado de la dinámica política concreta que de la visión de un “legislador extraordinario”. El poder se dividió porque ninguno de los numerosos intentos de construcción de hegemonía logró prosperar. Fracasaron los “doctores” cada vez que intentaron eliminar la influencia “caudillista” de la política nacional (prohibiendo, en la primera constitución, la participación de los militares en el Parlamento; enviando al exilio a Fructuoso Rivera durante la Guerra Grande; “aboliendo” las “divisas” durante la llamada “política de fusión”). Fracasaron los caudillos colorados y blancos en sus mutuos intentos de aniquilación. Los colorados, a la larga, especialmente después de la Paz de Abril de 1872 que inauguró la “coparticipación” (primero territorial, mediante el reparto de las jefaturas políticas de los departamentos; luego funcional, sobre la base de la distribución de zonas de influencia –por ende, de cargos– en la administración pública), no tuvieron más remedio que aceptar compartir el poder con los blancos.

En términos estrictamente institucionales, a pesar de la existencia de los checks and balances propios del diseño presidencialista importado desde EEUU luego del ciclo de las guerras independentistas, el poder del presidente en Uruguay está lejos de ser desdeñable. En realidad, desde el punto de vista formal, el poder del presidente uruguayo es superior al del presidente de EEUU. En particular, los poderes institucionales del presidente uruguayo han ido creciendo desde la reforma de la Constitución plebiscitada en 1966. En ese momento, en plena crisis, la mayoría de los dirigentes de los partidos tradicionales reaccionaron contra la estructura colegialista consagrada en la reforma constitucional anterior, que entró en vigencia en 1952, y se orientaron a aumentar la incidencia del presidente en la gestión de gobierno y el proceso legislativo. La reforma posterior, aprobada a fines de 1996, apuntó en la misma dirección.

Sin embargo, como sintetizara perfectamente hace muchos años Luis E. González, su fortaleza institucional contrasta con su debilidad política. La debilidad política del presidente deriva de varias circunstancias. En primer lugar, de la naturaleza de los partidos políticos. La fraccionalización de los partidos determina que el presidente, en verdad, siempre esté en minoría. En segundo lugar, en general, los presidentes son sometidos a un fuerte control por parte de la oposición. Dicho de otra forma, la oposición suele ser políticamente muy relevante. En tercer lugar, el presidente también debe compartir el poder con actores sociales. Empresarios, sindicatos, ONG y centros académicos, dependiendo de cuáles sean los asuntos de la agenda y de otras circunstancias, inciden en la agenda, las alternativas y la implementación de las políticas.

El argumento anterior no debe ser llevado al extremo. Aunque los presidentes uruguayos enfrentan limitaciones nada triviales, no sería correcto concluir que, lisa y llanamente, carecen del poder suficiente como para liderar transformaciones de relieve en las políticas públicas. Desde luego, para hacerlo, están obligados a tomarse el trabajo de persuadir a la opinión pública, construir coaliciones de reforma, y negociar pacientemente con diversos actores si quieren remover obstáculos reales y eludir vetos potenciales.

Vázquez y Mujica tienen trayectorias personales y estilos políticos muy distintos. Ambos dejaron su huella en asuntos importantes durante sus respectivos mandatos. Pero entre las dos primeras gestiones de la Era Progresista hubo mucha más continuidad que cambio. Ambos presidentes fueron, apenas, la cara más visible del verdadero protagonista de la acción gubernativa: el Frente Amplio. Por eso mismo, quien quiera saber cómo podría ser la segunda presidencia de Vázquez debería leer el programa frenteamplista para el próximo quinquenio.

Fuente: El Observador (Montevideo, Uruguay)