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10.02.15

El silencio de los intelectuales

(La Nación) Aun cuando se diga que hay plena libertad, muchos intelectuales callan sus verdades en estos tiempos de zozobra. Existen múltiples condicionamientos y moderadores del discurso que los llevan al laberinto del mutismo. Esto sucede, en parte, porque son pocos los circuitos intelectuales que han logrado mantenerse independientes frente a los alcances y las regulaciones sutiles del poder.
Por Nicolás José Isola

(La Nación) Los intelectuales vinculados con el oficialismo parecen sentirse obligados a salir a "bancar la parada a cualquier costo". Incluso, al mayor costo: la dignidad. Entre la reunión de los dirigentes del PJ en la que se dijo que se atacaba a la Presidenta por ser un "adalid de la lucha por la igualdad" y el mensaje de los intelectuales, no existieron grandes diferencias. Es grave. Debería haberlas.

Desde el caso Dreyfus, la distinción y la crítica son rasgos característicos de la función intelectual. La distinción trata de percatarse una y otra vez de que A no es igual a B, diferenciándolos. La crítica, por su parte, busca establecer matices y reproches a los poderes establecidos, incluidos los medios de comunicación. Esta crítica ha aparecido casi siempre vinculada con una tracción de los intelectuales por la justicia y la verdad, insistiendo sobre aquello que no se condice con cierto ideal de sociedad.

Hoy algunos intelectuales, en vez de erguirse sobre esas dos funciones que conocen muy bien, eligen la subordinación con el líder.

El domingo se dio a conocer la Carta Abierta número 18. Existe una perspectiva más amplia dentro de la cual ese espacio intelectual podría haber realizado una revisión del caso Nisman. Podría haber brindado un balance sobre el poder sideral que el propio oficialismo le ha dado a la Inteligencia. Podría habernos recordado la importancia de no espiar al periodismo ni a la oposición (cosas feas que tienen sabor a dictadura). Podría habernos hecho ver las bondades de esta sociedad madura que pide justicia. Pero no. Nada de eso. Es una carta alineada al Gobierno, para hablar de los enemigos.

Desde que se conoció la muerte del fiscal Alberto Nisman y hasta este domingo en que se difundió esta Carta Abierta, hubo escasas expresiones por parte del arco intelectual afín al oficialismo. Después del mutismo inicial, sólo el secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, Ricardo Forster, se había pronunciado: la denuncia del fiscal Nisman, dijo, "se construyó para generar todo este clima de desasosiego, de bronca, [.] veíamos a una sociedad que en gran parte atravesaba con alegría el verano".

El verano había comenzado con la masacre en Charlie Hebdo, donde se pudo ver la lentitud de reflejos del oficialismo para pronunciarse sobre un asunto de semejante envergadura. Pero eso era París.

En la Argentina, el 6 de enero, Néstor Femení (7 años, 20 kilos) había muerto tuberculoso y desnutrido. Ante el fallecimiento de este niño Qom, el coordinador del Centro Nelson Mandela, Rolando Núñez, sentenció: "La muerte de Néstor sintetiza y patentiza, con exactitud y objetividad, la profunda injusticia social instalada en la comunidad chaqueña". Para Jorge Capitanich es más fácil romper un diario indignado que horrorizarse por la muerte de un niño. La ira parece ser selectiva.

En fin. Salvo un niño muerto, enero venía estupendo. Lo grave sólo empezó cuando un fiscal desestabilizador irrumpió en ese verano. Envalentonado, irrumpió para morir.

Con esa muerte comenzó una batalla por significaciones que todavía perdura. Ayer fue suicidio, asesinato hoy y será suicidio pasado mañana. La palabra parece no valer nada en ese zapping de sentidos siempre cambiantes.

Este nominalismo que maneja a su antojo los sentidos como si los ciudadanos fueran analfabetos bendice, espía y demoniza arbitrariamente a su antojo. Como si se tratara de un bazar, escoge los términos y los usa para sí. De ese modo, quien durante doce años pinchaba ilegalmente teléfonos por pedido oficial, ahora puede ser considerado un agente de la CIA. Donde se lee "debe actuar la Justicia" (como aconsejaba Julien Benda), el Twitter de Casa Rosada envía el J'accuse estatal teledirigido a un tal Lagomarsino. El Estado sentenciando autoritariamente desde Twitter.

En la última Carta Abierta puede leerse: "Son los golpes sintácticos en miniatura que están dando, el «golpe cifrado» que se monta en los expeditivos gritos de plaza pública que desean ya la guillotina, mientras quedan irresueltas las viejas corrientes subterráneas de los padecimientos y reales débitos del Estado".

Para estos intelectuales parece ser más importante denunciar un golpe que intentar derribar sin matices las nefastas sombras del pasado que cobija en su seno el oficialismo. Esas "viejas corrientes subterráneas" que han tejido el cripto-Estado a fuerza de fajos entregados para el espionaje. Seamos claros: en este país hay plata para espiar, pero a algunos no les alcanza para comer. Los intelectuales no debiéramos ser saltimbanquis de la moral. Es evidente que es más fácil denunciar un golpe blando de la derecha oligárquica organizada que resolver las contradicciones internas de la propia familia que hieren toda coherencia posterior.

Este discurso nos entrampa. Juegan a asustarnos con los fantasmas de un pasado dictatorial que en verdad los habita.

En este clima, la voz intelectual debería erguirse, clarificando los hechos. Debemos intentar sacralizar la palabra, cuidarla, cobijarla. Si seguimos dando el debate con Mia Farrow y Martina Navratilova, pero continuamos votando a ojos cerrados en el Congreso leyes cruciales para la sociedad, vamos a proseguir por una senda que frivoliza esta encrucijada social. Nos menemizamos. Con esas acciones banalizamos -una vez más- el lenguaje político local como espacio de encuentro. Éste es un problema social con operaciones mediáticas de todos lados que no ayudan.

El principio de no contradicción -según el cual una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido- no funciona en este tiempo en la Argentina. A puede ser B al mismo tiempo. No podemos ser intelectuales críticos que defienden la justicia, a la vez que hacemos la vista gorda a actos de corrupción que se llevan puesta gente con una impunidad notable (como a Esteban Righi). Podemos comulgar políticamente con quien corrompe, pero no callar su acto espurio. Se trata de que prime la verdad y la crítica por sobre todo y por sobre todos. Se trata de alzar la voz también si muere un niño de hambre, porque ésa es una tragedia inaceptable en un país que puede alimentar a 400 millones de personas. Porque el hambre que mata es la hija -jamás reconocida- de la corrupción que corroe.

Cuando la palabra intelectual duplica la voz del poder, entonces ha perdido no sólo su deseable autonomía, sino también su fecundidad. Deja de pensar. Repite. Y lejos de sacarnos de la caverna platónica nos restituye en ella, ocluyéndonos el acceso a otras posibles miradas de los acontecimientos. Flaco favor se le hace al poder omitiendo partes de la realidad. Con eso queda más ciego.

Llegados a este punto, los sentidos que se dan desde las voces intelectuales a los eventos que nos preocupan a todos no pueden radicar en la culpa volcada al exterior. Si constantemente -cada vez, en cada ocasión- la culpa es de otro, ocurre lo mismo que en la economía con la emisión vertiginosa de moneda: hay tanta culpa invertida hacia el afuera que ya no tiene valor ninguna culpa. No pueden ser destituyentes Nisman, Lagomarsino, Carrió, Magnetto, el FBI, el juez Bonadio, el liberalismo, el fiscal Campagnoli, el Mossad y sigue la lista. No es creíble esa hermenéutica oficialista. Se desmorona por exceso.

La última Carta señala: "Pero una muerte como la que hoy lamentamos obliga a refinar ideas y pensarse también a sí mismos antes de elegir los fáciles anatemas del costumbrismo nacional". Justamente, ese costumbrismo nacional frente al espejo siempre -antes de pensarse a sí mismo- adjudica sus dramas al poder imperialista. Que existe, pero no es nuestro peor mal. La falta de asunción de las responsabilidades es una impronta adolescente de este presente complejo.

A futuro, los intelectuales deberemos marcar una diferencia en las cimentaciones simbólicas. Sin ética frente a la realidad, las palabras -como las cifras del Indec o como el niño Qom- pueden desaparecerse. Es sólo cuestión de arrebatarles el sentido, de hacer que las evidencias no las perturben, de disfrazarlas para que parezcan otra cosa.

Aun cuando se diga que hay plena libertad, muchos intelectuales callan sus verdades en estos tiempos de zozobra. Existen múltiples condicionamientos y moderadores del discurso que los llevan al laberinto del mutismo. Esto sucede, en parte, porque son pocos los circuitos intelectuales que han logrado mantenerse independientes frente a los alcances y las regulaciones sutiles del poder.

Este silencio es decepcionante. La histórica y fecunda tradición intelectual argentina pide otros reflejos ante los desdichados hechos que degradan día a día la confianza social en el Estado.

No se trata de oponerse a cualquier medida oficial, objetándolo todo tercamente. Se trata de distinguir y criticar en pos de los valores más altos. Aquellos que creemos inclaudicables.

La insistencia audaz por la libertad, la verdad y la justicia son intrínsecas al ser intelectual. Si la Argentina pierde eso, entonces el silencio habrá logrado enmudecer a la palabra.

Fuente: La Nación (Buenos Aires, Argentina)